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41-45, M
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About Me Notes
About Me
—Los hombres que duran en este negocio, son los que vuelan bajo, derecho y en calma; lo otros, los que quieren mujeres y drogas, esos no duran.

N O M B R E
—Salvatore Ancelotti

A L I A S
—Il Re (el rey)
—Raging Bull

N A C I O N A L I D A D
—Italoamericano

E D A D
—43 años.

A L T U R A
—1,93

P R O F E S I Ó N
—Empresario
—Señor del Crimen.
—Villano.


Es muy poco lo que sabe de Salvatore antes de tomar el mando de las cinco familias; sin embargo, se ha descrito a sí mismo como un niño impopular y gordito, obligado por su padre aprender boxeo en un viejo gimnasio de Mulberry Street. Desde pequeño, Salvatore estaba decidido a ser el mejor en todo lo que emprendiera, y creía que la fuerza era un factor importante para construir poder en el bajo mundo. Se entrenó frenéticamente en el culturismo y en el box hasta que logró cambiar su figura, y con ello la forma en que todos lo veían.

Además de su devoción por la fuerza, Salvatore se dio cuenta de la importancia de la inteligencia. Asistió a los mejores colegios de Nueva York, y aprendió mucho de finanzas, artes y ciencias, pero quedó particularmente fascinado con las ciencias políticas; fundamental en la clave del éxito en su carrera futura.

Con tan solo 18 años, tomó el control de las cinco familias luego de asesinar a su propio padre, tuvo el cuidado y la visión de invertir las ganancias ilegales del negocio familiar en verdaderas empresas legítimas, no solo en esos pequeños bares que les servían para lavar dinero. La primera de ellas fue una cadena de hoteles-casinos que estableció a todo lo largo de la costa oeste. Hoy en día, a pesar de que Salvatore ha construido un vasto imperio comercial legítimo en varios campos, profesa en público ser simplemente un "humilde hotelero".

Es visto como un destacado miembro de la sociedad de Nueva York, ayudando albergues, orfanatos, asilos, y financiando escuelas públicas para que los hijos de inmigrantes puedan estudiar libremente en la ciudad. Su plan a futuro es impulsar una carrera política independiente y convertirse en alcalde, pero hasta entonces, ha financiado candidatos títeres que le permiten a las cinco familias trabajar libremente.


Personalidad.



—Llorar frente a personas, es como sangrar rodeado de tiburones.

Salvatore es un mafioso de la vieja guardia, de esos que aún tienen códigos de honor y creen que la unión de la familia es lo más importante, no obstante, sigue siendo un hombre muy peligroso detrás de esa fachada pública de empresario. Desde muy joven demostró talento e inteligencia, y una ambición feroz que llegó hasta el punto de asesinar a su propio padre. También mostró una veta sádica desde niño, matando por primera vez a los 12 años de edad a un chico irlandés que siempre lo molestaba.

Si bien es una persona brillante, sabe que nadie es infalible, por lo que confía abiertamente en un grupo cuidadosamente seleccionado de políticos, mafiosos y empresarios que le ayudan a manejar sus negocios en la ciudad. Lo anterior no quiere decir que Salvatore sea alguien dependiente, por el contrario, le gusta hacer las cosas él mismo, y normalmente lidera el brazo armado de la mafia cuando es necesario echar fuego, sin mencionar que hacerse cargo de sus enemigos de forma personal le ayuda a mantener el respeto entre su propia gente, algo que los mafiosos de segunda clase venidos de Sudamérica, Asia y el Este de Europa parecen haber olvidado.

"Un hombre que no pasa tiempo con su familia, no será nunca un hombre de verdad"

[code]—Thomas Ancelotti, padre de Salvatore.[/code]



Preludio



[med]El rey ha muerto, larga vida al rey.[/med]

Diario de Salvatore Ancelotti.
25 de noviembre de 1997.


Aquella noche no pude dormir, esperé de pie junto a la ventana de mi habitación, en donde podía ver a la lejanía la luz del Empire State Building. Mi abuelo siempre contó con orgullo como vio alzarse ese edificio desde su primer ladrillo, y fue probablemente uno de los últimos hombres en cenar en el lujoso restorán del antiguo Waldorf-Astoria, el magnífico hotel que había en ese mismo terreno. Los Ancelotti llegamos a Nueva York por ahí de 1846, junto a las grandes migraciones Europeas, y desde entonces, fuimos un hongo negro que se formó y tomó fuerza en lo más pútrido de la ciudad. La primera y más poderosa de las familias Sicilianas, la mafia original. Fue nuestra inversión capital la que hizo de Nueva York el corazón y el alma de los Estados Unidos.

—"El respeto y la familia son lo más importante de este mundo"—, solía decir el viejo Vito, al que aún le recuerdo con su pipa, sentado de frente al calor de la chimenea para calmar sus reumas.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por un camión de basura que llegó desde la esquina de la calle, tan puntual como todos los días, justo a las 6 de la mañana, cosa que corroboré con el reloj de mi muñeca. Era la hora de enfrentar mi destino, y lo hice como mi viejo abuelo lo hubiera querido, como un Ancelotti. Si las cosas me salían mal, (y era probable que me salieran mal), no iba a vivir para ver de nuevo las luces del Empire State.

Cogí mi fedora del perchero junto a la puerta, y bajé a la sala principal de la mansión. Como esperaba, mi padre ya estaba ahí, en un sofá arrimado al fogón del hogar. Mi viejo tenía unos 52 años, pero su pelo ya era totalmente blanco desde hace mucho tiempo, eso sí, espeso y abundante como el de un jovencito. De lo primero que me percaté es que tenía junto a él la última botella de coñac.

—¿Seguro que quieres hacer esto mientras te embriagas?—no hubo mucha ceremonia en el saludo. Él me miró, luego a su reloj, para cerciorarse de que había llegado a tiempo —Puntual, como cada año—y con esas amargas palabras, dibujó un ademán con su mano libre, indicándome que tomara lugar en el sillón que estaba de frente a él.

Entre nosotros había una mesa de cristal, y encima un tablero de ajedrez. Mi padre iba a jugar con las piezas negras, como en cada una de nuestras partidas.

—Hoy cumples 18 años, Salvatore, ¿Sabes que significa eso?—me cuestionó. Me cedió la cortesía de abrir el juego, y desde el primer movimiento lo vi negar con un vaivén de cabeza con el que me desaprobó abiertamente —Significa que ya eres un hombre, y esta es tu última oportunidad para ganarme, si no lo logras—

—Lo sé, me matarás— Lo interrumpí.

En la mesa no solo estaban el tablero y su preciado coñac, el viejo tenía consigo su revolver Colt. 38, cargado y listo para disparar, o mejor dicho, para dispararme, como ya había hecho con dos de mis hermanos mayores.

—Sé que te parece injusto, pero así ha sido la tradición en nuestra familia desde que gobernábamos en Sicilia—me explicó, ejecutando su primer movimiento en el tablero, impecable desde el inicio. Mi padre nunca me mintió al respecto, tuvimos nuestro primer juego cuando cumplí 10 años, y me advirtió que me pasaría si no lograba vencerlo antes de que cumpliera los 18. Mis maestros a lo largo de ese tiempo fueron algunos de los mejores jugadores de ajedrez del mundo; a los que aprendí a derrotar con el paso de los años; sin embargo, el juego de mi padre era muy diferente, en apariencia sencillo y frívolo, pero más perspicaz, y por eso nunca lograba derrotarlo.

—No cualquiera puede heredar la carga de guiar a la familia. No basta el haber nacido como el primer varón de la generación, y mucho menos basta haber nacido como un Ancelotti. Cuando llegamos a Nueva York, esto no era más que un pueblo sumergido en la violencia. Los irlandeses y los ingleses se mataban en las calles sin que la autoridad pudiera controlarlos, y lo mismo sucedía con cristianos y protestantes—empezó el discurso de cada año, inclinándose hacia adelante para estudiar bien la posición de mi última jugada.

—Conozco la historia, el abuelo me la contó muchas veces. Fue en la época de las pandillas.— sacrifiqué un peón, pero logré tumbarle el alfil, lo que hizo que mi padre mostrará mayor interés en el juego, aunque una sonrisita burlona se dibujó en sus labios—Sin nosotros, Nueva York jamás se habría convertido en el corazón de esta nación. Fue nuestra inversión la que industrializó a la ciudad 10 años antes que al resto del país, y nuestro apoyo a los políticos la que trajo estabilidad a la sociedad y a las calles, pero no fue una coincidencia que decidiéramos establecernos aquí. Mientras los inmigrantes chinos y los forajidos se desplazaban hacia el sur, en búsqueda del sueño norteamericano, nosotros vimos el potencial que tenía esta ciudad, y lo supimos explotar.—En el tablero las jugadas de mi padre ya empezaban a tomar forma y fuerza, mientras su concentración caía de lleno en la partida. Me derribó un caballo y una torre, y como si tuviera que celebrarlo, descorchó la botella, y se sirvió un copioso vaso de coñac sin hielo que casi se desborda.

Dio un trago profundo, y luego otro, y otro más, hasta casi acabarse el vaso sin siquiera hacer un gesto —Los estúpidos irlandeses fueron los primeros en querer quitarnos nuestro poder, pero no fueron los únicos. Los albaneses, los rusos, hasta las violentas tríadas chinas. Sembramos las bases del negocio en Cuba, y ellos lo llevaron a Colombia y México ¿Y qué hicieron esos mal agradecidos? Olvidaron los códigos, y vinieron hasta aquí a hacernos la guerra. Si se los permitimos, harían de esta nación un narcopaís como en sus propias tierras, y esa no es la forma en la que actuamos los Ancelotti y las 5 familias— puso el vaso sobre la mesa, y después de observar unos segundos la jugada con la que contra-ataque su movimiento anterior, desplazó su reina para decapitar a la mía.

—Elegimos el ajedrez porque es un juego que requiere de algo más que intelecto, requiere de astucia. Eres fuerte, y muy inteligente, he visto tus notas, sobresaliente en cada materia. También te he visto boxear con los irlandeses y los mexicanos, los noqueas a todos avasallándolos como un toro rabioso, pero son cualidades que por si mismas no bastan. Has calculado cada movimiento de este juego con inteligencia, y has respondido con jugadas agresivas, pero calcular no es lo mismo que analizar. Te induje a hacer jugadas que parecían favorables para ti, abriendo una brecha directa a tu rey que nunca notaste. Fuiste vencido, nuevamente, por la astucia de un hombre menos inteligente que tú—suspiró decepcionado, gestando el movimiento que puso a mi rey en jaque, lo que me obligó a inclinar la pieza.

El viejo se aflojó el nudo de la corbata, y desabrochó el botón de la cresta de la camisa. Transpiraba mucho, aparentemente acalorado por el fuego cercano de la chimenea—En esta vida los hombres inteligentes no son más que víctimas de aquellos que somos más astutos. La supervivencia de nuestra familia, y todo el legado que hemos construido por casi 200 años, no puede descansar en alguien que no es capaz de anticiparse a nuestros muchos enemigos. Mi padre y yo teníamos muchas esperanzas en ti, siempre creí que serías diferentes a tus hermanos, parecías hecho de otra madera, más cercano a un Ancelotti verdadero, pero me equivoqué—y en ese momento empuño su revolver. Su mano siempre había sido extremadamente rápida, no por nada era superviviente a muchos tiroteos.

Se puso de pie, y apuntó directamente a mi frente, pero cuando llegó el momento de jalar el gatillo los ojos se le barrieron y la cabeza le dio vueltas. Se desmayó por un segundo, cayendo contra el cristal de la mesa, lo que hizo volar por la sala todo lo que estaba sobre ella. El tablero de ajedrez y sus piezas, también la botella de coñac, que regó su contenido por toda la alfombra.

Me puse de rodillas y lo tomé en mis brazos, recargando su cabeza en mi hombro para qué me mirará —¿Estás orgulloso de mi padre?—le pregunté, porque como dijo él, el hombre astuto siempre engaña al que se considera más inteligente. —8 años, y nunca te diste cuenta de que llevo 3 dejándote ganar. Te hice pensar que eras mejor, y cuando vi que por fin ibas a abrir la botella de coñac, hice una jugada que te presionó. Te concentraste tanto en el juego, que nunca notaste el olor agrio de tu licor envenenado.— Las venas del cuello se le empezaron a saltar mientras yo le explicaba todo eso, y le vi manoteando el piso buscando la pistola, pero esta había caído demasiado lejos de él cuando se desplomó.

Jaló aire con todas sus fuerzas, y se arañó el cuello y el pecho desesperadamente, pero era inútil, el veneno que elegí hizo colapsar rápidamente su sistema respiratorio. Los ojos se le pusieron blancos a los pocos segundos, y un poco de espuma le brotó por la boca mientras se retorcía en mis brazos. Se estaba ahogando, literalmente, una agonía dolorosa, pero breve, mucho más misericordiosa que usar un veneno que le licuara las entrañas durante horas.

—Quiero que mueras, sabiendo que tú última victoria fue falsa—le susurré al oído, y lo dejé caer nuevamente. Me retiré de ahí, para que muriera solo, sin ningún consuelo o compañía, no muy diferente a como mueren los perros.