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—𝐠𝐨𝐨𝐝𝐛𝐲𝐞, 𝐦𝐲 𝐠𝐨𝐝𝐝𝐞𝐬𝐬.

[𝑂𝑛𝑒 𝑠𝘩𝑜𝑡]
 
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R1581860 · M
Suspiré. Fue entonces cuando por primera vez supe que me iría directo al infierno, sin posibilidad de redención; pero jamás me había sentido tan vivo, tan consciente de mi propio destino, y de mi voluntad para enfrentarlo hasta que alguien me devolviese con creces el mal que he hecho a través de mi camino. Así que, tras un chasquido callado, te solté un «te amo» en silencio, llevándome tu perfume impregnado en la nariz, el sabor de tu boca en la mía, y la sensación de haberte poseído como único consuelo antes de que las tinieblas me tragasen de nueva cuenta, dándome la bienvenida mientras que el asfalto húmedo besaba mis botas.

Adiós, mi diosa.
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Me vestí a toda prisa. El sudor perlando tu piel; mi semen manando entre tus piernas. Te miré una última vez, sin el menor cuidado de borrar las huellas de mi paso por tu vida, ahora terminada. Te besé la frente, dejando atrás un último tributo, señal carmesí del amor que nacía en mi pecho por ti, por tu cadáver, por tu silueta hipnotizante, por tu falta de nombre; pues para mí solo eras una misión cumplida más. Pero, antes de abandonar la habitación, y lanzarme de vuelta a la oscuridad, te bauticé en mi memoria, y busqué entre tus ropas, encontrando aquello que se me había encargado recuperar: una vieja fotografía, escondida en tu cartera, que podía ser incriminatoria para cierto obispo que había pagado muy bien por tu deceso.
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Seguí apretando, con la mandíbula tan tensa como mis brazos, con las huellas de mis dedos manchando para siempre tu pie amoratada. Y solo cuando tuve la certeza de que me habías abandonado, cuando sentí que tu cuerpo se relajaba y que mi delirio tocaba a su fin, relajé mis manos, dejando atrás la amarga satisfacción de un trabajo por fin realizado. Te contemplé, perfecta incluso en la muerte, abandonada, eterna; y no pude hacer menos que cerrar tus párpados, inclinarme hacia ti y besarte, dejando sobre tu boca el sabor de mi propia sangre, derramada en un arrebato de piedad y flagelo cuando mis dientes perforaron mi propio labio como ofrenda final en tu lecho de muerte. Te besé, sin importar que estuviese dejando el indicio que podría ser mi propia perdición; porque, así como tú habías estado buscando ese desahogo, yo también deseaba —necesitaba— que alguien me pagase con la misma moneda. Que pusiera fin a la tortura perpetua de existir con mis pecados a cuestas.
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Porque ese era mi papel.

Porque en tu vida habías dejado un rastro tanto de corazones rotos como de miseria, pestilencia eterna a la que te condenó el destino; y era mi papel no solo darte el mayor de los placeres, sino la huida perfecta, el último alivio que habías buscado cada noche en aquel bar. Casi pude escucharte agradeciéndome; aunque la búsqueda involuntaria de aire —¡qué admirable es el instinto de supervivencia del cuerpo, que dejó surcos en mis brazos, y mi piel bajo tus uñas; que te hizo revolverte en contra de tu voluntad, y casi me forzó a apartarme, a dudar!— silenció cualquier gratitud, cualquier súplica, y acompañó el estertor de tu figura perfecta hasta el momento en que el suspiro final te abandonó.
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Tu mirada se fijó en la mía, y las primeras señales del orgasmo estremecieron tu ser, mientras que yo me afanaba en provocarlo, en llevarte a ese último clímax que, glorioso, te diese la paz que tanto deseabas. Te sentí desfallecer, consagrarte al éxtasis, sin que la media sonrisa abandonase del todo tus labios; ni siquiera cuando, en el instante supremo del coito, me sentiste empujar, llegar hasta lo más hondo, y vaciarme dentro de ti, dejando lo más íntimo de mi ser en pago por tu vida misma.

Te acompañé en la explosión. Ahíto, fugaz, me negué a buscar reposo, mateniéndome dentro tuyo, aún erguido y desafiante; presto a terminar la faena aunque me desgarrase por dentro. Lejos de aflojar la presa, seguí apretando, robándote el aire y la vida en los tortuosos segundos posteriores al clímax; y entonces me sorprendí al mirarte, y ver que el miedo había huido de tus ojos, encontrando en ellos algo parecido al agradecimiento, condenada a esa muerte que sabías tan cierta como necesaria.
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Mis sentidos, nublados por el deleite, no existían sino para atraparte, mirarte, disfrutar de ti; de tu boca apenas abierta, de tu mirada suplicante, ansiosa de encontrar el final.

Entonces, lo supiste.

¿Fue cuando mi mano subió hasta tu cuello, atrapándolo en una presa que parecía una parte más del juego amoroso?

¿O quizá cuando viste el desamparo, la resignación en mis pupilas, el fatal augurio del sino que por fin habías encontrado?

Como fuese, mi cuerpo jamás se detuvo, ni tú intentaste escapar; a sabiendas de que por fin habías encontrado lo que tanto deseabas, en un lecho desconocido, a manos de alguien que creías inédito pero fue una constante silencioa de tus noches, siempre entre las sombras. Tu vientre se agitó, y tus paredes se cerraron; tal y como mis manos hicieron en tu garganta.
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La mirada que recibí en pago; la demanda de tu voz hambrienta; la tirantez que abrazó mi masculinidad, me hicieron saber que no solo deseabas, sino necesitabas ser tocada así, ser poseída; ser tomada con vigor, con pasión, en un simulacro del amor que te ayudase a postergar el retorno a la realidad.

Presa de mí, de mis pasiones sempiternas, no tardé en volver las tornas, en erguirme como la voz cantante del momento; pues, interrumpiendo el coito y la enloquecedora cadencia de tus saltos, te forcé a quedar debajo mío, a tomar el lugar de una hembra entregada a su hombre; receptora de su enloquecida furia, más antigua que la vida misma. Tenerte a mi merced fue intoxicante; el aliciente perfecto para que mi centro cobrase vida propia y retomara las frenéticas estocadas que amenazaban con partirte en dos, con provocar en mi un completo desamparo y la tan acariciada fuga de mí mismo, de mi eterna prisión.
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De ser tuyo.

Tuve que recoger las piernas y adelantarme, embestirte, recobrar mi papel viril y no solo ser el objeto de tu gruta hirviente; pues sabía que el paroxismo no sería sino un escape más, y que ambos necesitábamos esa huida, que haríamos lo que fuese por ella: por un respiro, por un momento de fugaz muerte y desmemoria que acompañase el derrame de nuestra pasión.

Ávido de ti, de tus curvas perfectas, de sentir la dureza de tus pezones bajo mis dedos, terminé por delinear tu abdomen, subir a través de él y explorar con codicia sus misterios, sus límites, su tersura y terreno; tan solo para alcanzar tus senos y acunarlos en mis manos, deleitándome con el contraste entre su suavidad y la tensión de sus coronas, que procuré frotar, atrapar entre mis dedos y estimular, mientras que mi entrepierna clamaba por continuar y acompañarte en un desenlace tan explosivo como fugaz.
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Así, en un movimiento veloz, experto, te vi encima mío, atrapándome entre tus piernas, con mi virilidad a las puertas del paraíso. Mis manos se ocuparon de tus caderas, y mi ardiente intranquilidad, de hacerte descender, de buscar el contacto de lleno, de ocupar lo más hondo de ti; y tus gemidos fueron mi recompensa, dulce premio que coronó el incipiente balanceo de tu cuerpo frente al mío; el que acompañé con mis dedos tomando posesión de tu trasero, llevados por la imperiosa necesidad de dejar en ti tantas marcas como tú lo habías hecho en mí, grabadas a fuego para siempre en mi historia.

Poco tardamos en alcanzar un frenesí voluptuoso. La cama protestaba ante el ímpetu de nuestras naturalezas opuestas encontrándose en la danza más antigua del mundo. El golpeteo era ensordecedor, pero a duras penas rivalizaba con mis jadeos, con tus exclamaciones de goce —tan placenteras, tan urgentes— que no hacían sino enloquecer mis sentidos, llevados al límite por el sucio acto de hacerte mía.
R1581860 · M
Aún así, me las arreglé para enredar tu melena entre mis dedos, y apartarla: no deseaba perderme el menor detalle de tu voracidad, de tu entrega a complacerme y alistarme para poseerte. El vaivén infinito, sabio, con el que dejaste la marca de tu saliva en mi carne tumefacta, me hizo estremecer de una forma que creía olvidada, hundiendo mis dedos en tu cabello y en las sábanas, incapaz de dejar de verte y de jadear con la boca entreabierta, por la que se escapó una sola palabra: Más. Y tú, tan magnánima como complaciente, me permitiste entrar de golpe, sentir el límite de tu garganta con el pleno de mi ser, atrapado para siempre entre tus labios, en tu hechizo, en mis propias fantasías.

Pero no era sino el comienzo. Lo supe desde que recorriste mi carne con tu lengua en punta, dejando un beso en el extremo que pretendía ser tierno; pero que yo sabía bien era una advertencia más, puesto que estaba seguro de que la hoguera entre tus muslos demandaba atención.

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