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R1581860 · M
Tenía que poseerla cuanto antes.

—Aunque en este preciso momento, tienes razón: es tu cuerpo el que me enloquece, e incluso parece clamar por que lo use. ¿O vas a negarme que ya sientes tu vientre arder?

Pregunta insolente, pero certera: podía leer en los ojos de su compañera la misma historia que los suyos contaban, penetrantes y deseosos. ¿Cómo era posible que unos segundos bastaran para hacerlo necesitarla a tal grado?

Ambos sabían la respuesta, pero ninguno habría de darla; solo la disfrutarían. Porque, sin importar lo que hay debajo de las máscaras, en sus encuentros solo eran hombre y mujer, un cúmulo de pasiones que destrozan la alcoba... O donde sea que se encontrasen.

—No puedo esperar. Ven, busquemos un rincón...
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—Oh, ¿así que soy privilegiado? Me halagas, Annie. —Sabía que lo era, pero fingir demencia era también parte del juego; uno del que ambos conocían las consecuencias, y quizá por ello se entregaban tan de buena gana a él; tal y como Anna lo demostró al atrapar el pulgar de Richard, quien la dejó a sus anchas hasta verse libre; momento que aprovechó para acariciar con la yema húmeda los labios ajenos mientras hablaba.

—Tu cuerpo es gran parte de ello —admitió —, pero sabes que hay un poco más que eso, cariño.

Bajó la mirada, sin dejar de delinear la boca de Anna con el dedo; deteniéndola en el busto generoso, en las amplias caderas donde sus manos solían encontrar asilo cuando la hacía suya. Lentamente, deshizo el camino, volviendo a mirarla a los ojos; con los suyos dejando en claro su impaciencia, la que tal vez no admitiría el tiempo suficiente como para encontrar un lugar «seguro».
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Relame sus labios tras quedar su sabor en ella, como si aquello fuera a prologar su esencia sobre su paladar. —Tus malos hábitos es justamente lo que me trajo hasta aquí, padre Richard. Sin embargo, mi cuerpo es lo que te mantiene aquí; una verdad innegable.
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—Útiles, sí... Lo son. Después de todo, todos merecen su amor. —el manto oscuro de sus prendas se funden un poco con el sastre negro de Richard, ayudándose de la noche misma y la poca actividad de las calles para rozar su figura con el costado del sacerdote. Lo observó unos momentos más, deslumbrante sonrisa se forma entre sus labios y la complicidad se percibe, se siente casi palpable entre ese par.

—¿Cómo puede molestarme? Mi trabajo es ofrecer regalos divinos, exquisita ambrosia que no todos están dispuestos a aceptar; es el privilegio de unos cuantos, muy pocos. —Las caricias a su rostro fueron el punto exacto para que Anna desvíe su rostro, atrapando el dedo pulgar de Richard entre sus labios y dientes, con una mirada que roza lo sugerente y la inocencia a la vez. Mordió un poco, succionó y finalmente lo dejó ir poco a poco. (+)
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—Y, hasta donde sé, no te molesta en absoluto que sea un animal contigo.

Alusiones, recuerdos, insinuaciones: algo en lo que era experto, y parte de ese juego que ambos disfrutaban, tuviese consecuencias o no. Sin el menor pudor, llevó la mano libre al rostro de Anna, acariciándoselo con el dorso al dibujarle el costado, yendo cuesta abajo hasta el mentón; el que asió con dos dedos para clavar sus ojos en los ajenos y, al bajar la voz, sentar de una vez por todas el tono de la escena.

—Como cuando ejerzo mis «malos hábitos» en ti. ¿Es eso lo que te ha traído a mí hoy, hermana?
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—Animales, cariño; pero aún así, juguetes perfectos y entretenidos. ¿No es así?

Como siempre, su cinismo no tenía igual. Anna siempre causaba ese efecto en él: franqueza, descaro, y un deseo tan enorme que a duras penas lograba contenerlo; aunque solía manifestarlo de manera tan velada, hasta con elegancia, que el coqueteo ya había pasado a ser un requerimiento entre ellos, llegasen o no al lecho.

—Tal y como tu señor lo quiso. —Dijo, sin inmutarse ante la advertencia; y disfrutando a plenitud de la cercanía de esa figura enloquecedora, tan apegada a su brazo; por lo que podía sentir sin problemas la suavidad de las curvas de Anna, las que jamás fallaban en despertar sus deseos. —Es un sádico, ¿no es así? Dotarnos de deseos, y prohibirnos ejercernos... Toda una tentación; como tú lo eres.

Para ese momento ya había levantado el cuello, permitiendo que la muchacha se ocupase de su ropa en un gesto que, irónicamente, la mayor parte del tiempo los llevaba a la desnudez.
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su sastre, terminando por llevar una mano —derecha— hasta la altura de su cuello. Una vez ahí, se dedicó a tentar su piel unos segundos antes de comenzar a acomodar el cuello de la camisa, luego su corbata. Sonríe a medias, casi lo hace con total alevosía de no ser por la templanza que mantiene, y claro, por la presencia de Richard que, de alguna manera, le provee cierta paz.
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—Todo es parte de su plan —acotó en seguida y sin reprimenda alguna, sin miedo— ¿Cómo íbamos a consagrarlos con su manto divino si los creaba a imagen y semejanza? Tan perfectos. —La humadera llegó a su rostro, golpeando y desapareciendo con el paso de los segundos. Cualquiera diría que tenía el aroma de Richard hasta en su piel; no le molestaba en absoluto.

—Animales —emitió tras escucharlo, pero sin llegar a interrumpirlo—, eso es lo que son. Unos más listos que otros; en otro nivel, de otro mundo quizá —musita con sosiego y con cierto descaro se atreve a tomarlo del brazo más allegado a ella, utilizando ambas manos para enroscarse; cualquiera podría describir esa cercanía como un gesto prohibido, algo que no debería siquiera der proyectado en la privacidad. Sus ojos se alzan, y con ello el rostro, apuntando hacia el emisario de la divina providencia. —Eres tan cínico a veces, Richard. Recuerda que por la boca muere el pez —sus dedos se deslizan lentamente por la tela de (+)
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—Los otros malos hábitos, sin embargo —Hizo una pausa para dedicar una larga mirada descarada a la silueta de la rubia; tras lo cual, continuó con todo desparpajo —... Bueno, Él nos ha dotado de instintos, ¿no? Tan solo estamos siendo humanos, como Él nos creó.

Aquel sutil énfasis fue parte del juego, consciente de lo que se ocultaba tras los velos y la atractiva figura de aquella mujer. Le dedicó un guiño, a sabiendas de que su insolencia sería muy bien recibida por ella; era una de las razones por las que se llevaban tan bien.
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Podía sentirla, como una brisa cálida e inquietante que lo golpeara de pronto; quizá era por ese lazo tan inusual que compartían, pero ella jamás conseguiría tomarlo por sorpresa. Aunque sospechaba que eso no le importaba en absoluto.

Richard sonrió, apartándose el cigarrillo de los labios para exhalar el humo. Alzó el rostro, dejándolo escapar al aire nocturno; pues, si bien seguramente su ropa estaría impregnada del olor del tabaco, no por eso sería tan descortés como para golpear el rostro de Anna con éste. Un suspiro, una sonrisa; y pronto volvió la faz hacia ella para hablarle, por fin.

—¿Por qué habría de perderlos? Este es uno de los pocos placeres que nuestro Señor no nos prohíbe. Curioso; porque es uno de los que más personas mata. —Con ella no tenía que fingir: se mostraba tan franco, hasta hereje, porque sabía que el hábito de religiosa no era más que un disfraz, piel de oveja para una loba que era muy capaz de devorarlo si se lo proponía.

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