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The poison maker.
About Me About Me NotesAbout Me
"Quiero todo. Quiero sentir que puedo comerme al mundo."
Sediento de poder, el Rey había hecho un pacto con la Bruja. Riqueza, poder, influencia: Lo quería todo, lo que fuera necesario para estar en la cima. La vida de su primogénito pidió ella, un intercambio justo.
El príncipe nació con cuchara plateada, heredero del Reino próspero y poderoso que su padre había edificado gracias a su lúgubre secreto. El Rey estaba en la cima, y, por supuesto, ¿qué clase de Rey sería si cediera ante las demandas de una vil oscurantista? ¿Entregarle a la sangre de su sangre? Jamás.
La venganza de la hechicera sería cruel e implacable. Sería el veneno el que daría punto final a la vida del Rey, a la de todos sus descendientes. Una maldición que trascendería las generaciones, extendiendo su odio a través del tiempo.
"Es sólo un cuento. No hay tal cosa como la maldición de una Bruja."
El Rey conoció su fin con la toxicidad de un hongo, una serpiente acabó con el Príncipe. Dos generaciones habían sucumbido a la maldición, pero el nieto del injuriador original seguía considerándola una absurda superstición.
Su opinión cambió en sus instantes finales, mientras el calor de sus pulmones hinchados y el tono carmesí de sus ojos fueron su compañía final. Apenas once años tenía el ahora nuevo Rey cuando vio a su padre ser víctima de la cruel maldición.
"Esto termina aquí".
La determinación del joven Rey no tenía paralelo. Sus días y noches se consumieron en el estudio del veneno, las criaturas que lo empleaban, las que lo resistían. Toxinas naturales y humanas, sus crueles efectos, la producción de éstas, nada se le escapó.
Dos décadas pasaron, el hombre se había convertido en un erudito, ganándose el apodo de "Rey del Veneno". No fue gratis, pues su incansable búsqueda había hecho mella en su sanidad. Fue por esto, quizás, que maquinó un plan tan inhumano como aquello que le aquejaba.
"Traigan más. Traigan muchos más."
¿La solución a la que llegó? Crear un ser capaz de resistir hasta la más potente toxina. ¿El procedimiento? Su "Infierno".
Así le llamaban, El Infierno. Una cueva húmeda, oscura y lúgubre, de aire azufrado y asfixiante. Decenas fueron ahí condenados, sin discriminación. Cientos, quizás miles más, se irían uniendo periódicamente. Prisioneros del reino, convictos, ciudadanos, incluso miembros de su consejo que se atrevían a cuestionarlo; el Rey había arrojado a ese Infierno no solo a sus víctimas, sino a su propia humanidad.
Arañas, serpientes, escorpiones; ser capaz de causar una muerte por toxina, se uniría a los desamparados habitantes del abismo. Esas criaturas serían su principal sustento, junto al agua volcánica cargada de nocivos elementos naturales. Una vez al mes, buscando recompensar a los sobrevivientes, un banquete especialmente ordenado por el Rey descendía al Infierno, platillos de exquisito aspecto, adulterados con los más crueles y letales venenos de creación humana.
Funcionará. ¡Sé que va a funcionar!
El Reino parecía emular la decadente mente del Rey, cuya obsesión por sobreponerse a la maldición le había costado todo. Aún así, no cedió, llegando a arrojar con sus propias manos a sus más fieles seguidores.
Veinte años duró el horrible experimento que tantas vidas cobró. Pese a que la mayoría de las víctimas morían en cuestión de semanas, la resiliencia de la vida misma, el instinto primordial de supervivencia, logró erguirse ante toda circunstancia, escupiendo en la cara de las probabilidades.
¡Ha nacido! ¡Ha nacido el Hijo del Infierno!
El silencio sepulcral del abismo se vio cortado por el llanto de un infante. ¿Quienes eran sus padres? No importaba, eran menos que ganado para el jubiloso regente. Salivaba con las posibilidades, creía haber creado a un antídoto que vive y respira.
Banquetes bajaban diariamente para el primogénito de las profundidades. Ahí debía crecer, desarrollarse, alcanzar la madurez. Que le probara al mundo que su existencia no era suerte.
¡Gané! ¡Yo gané, he vencido a la maldición!
Once años tenía el menor cuando se le permitió ascender, una edad simbólica para quien ahora era un Rey sólo en título, dueño de polvo y recuerdos, abandonado por su riqueza, sus súbditos, su pueblo. Poco importaba, ¡había ganado! Lo demás era insignificante.
La transfusión representaba el momento cúspide de su vida. ¡Sangre más valiosa que el oro, el más potente antídoto natural! Eso, y nada más, embriagaba los pensamientos del Rey, mirando cual niño en dulcería el líquido ámbar entrar en su cuerpo.
Algo salió mal.
Ojos encendidos cual brasas ardientes, venas que resaltaban como amenazando estallar, convulsiones tan violentas que causaron el cruento coro de huesos resquebrajándose. No era un antídoto lo que corría por las venas de ese ser que emergió del Infierno.
Ahí terminó la maldición, en medio de las ruinas de lo que fuera alguna vez un escaparate de los más ostentosos lujos que tiene este mundo para ofrecer. En su larga y ardua búsqueda por salvación, no sólo encontró la condena el Rey... también trajo a este mundo algo mucho peor.
Sediento de poder, el Rey había hecho un pacto con la Bruja. Riqueza, poder, influencia: Lo quería todo, lo que fuera necesario para estar en la cima. La vida de su primogénito pidió ella, un intercambio justo.
El príncipe nació con cuchara plateada, heredero del Reino próspero y poderoso que su padre había edificado gracias a su lúgubre secreto. El Rey estaba en la cima, y, por supuesto, ¿qué clase de Rey sería si cediera ante las demandas de una vil oscurantista? ¿Entregarle a la sangre de su sangre? Jamás.
La venganza de la hechicera sería cruel e implacable. Sería el veneno el que daría punto final a la vida del Rey, a la de todos sus descendientes. Una maldición que trascendería las generaciones, extendiendo su odio a través del tiempo.
"Es sólo un cuento. No hay tal cosa como la maldición de una Bruja."
El Rey conoció su fin con la toxicidad de un hongo, una serpiente acabó con el Príncipe. Dos generaciones habían sucumbido a la maldición, pero el nieto del injuriador original seguía considerándola una absurda superstición.
Su opinión cambió en sus instantes finales, mientras el calor de sus pulmones hinchados y el tono carmesí de sus ojos fueron su compañía final. Apenas once años tenía el ahora nuevo Rey cuando vio a su padre ser víctima de la cruel maldición.
"Esto termina aquí".
La determinación del joven Rey no tenía paralelo. Sus días y noches se consumieron en el estudio del veneno, las criaturas que lo empleaban, las que lo resistían. Toxinas naturales y humanas, sus crueles efectos, la producción de éstas, nada se le escapó.
Dos décadas pasaron, el hombre se había convertido en un erudito, ganándose el apodo de "Rey del Veneno". No fue gratis, pues su incansable búsqueda había hecho mella en su sanidad. Fue por esto, quizás, que maquinó un plan tan inhumano como aquello que le aquejaba.
"Traigan más. Traigan muchos más."
¿La solución a la que llegó? Crear un ser capaz de resistir hasta la más potente toxina. ¿El procedimiento? Su "Infierno".
Así le llamaban, El Infierno. Una cueva húmeda, oscura y lúgubre, de aire azufrado y asfixiante. Decenas fueron ahí condenados, sin discriminación. Cientos, quizás miles más, se irían uniendo periódicamente. Prisioneros del reino, convictos, ciudadanos, incluso miembros de su consejo que se atrevían a cuestionarlo; el Rey había arrojado a ese Infierno no solo a sus víctimas, sino a su propia humanidad.
Arañas, serpientes, escorpiones; ser capaz de causar una muerte por toxina, se uniría a los desamparados habitantes del abismo. Esas criaturas serían su principal sustento, junto al agua volcánica cargada de nocivos elementos naturales. Una vez al mes, buscando recompensar a los sobrevivientes, un banquete especialmente ordenado por el Rey descendía al Infierno, platillos de exquisito aspecto, adulterados con los más crueles y letales venenos de creación humana.
Funcionará. ¡Sé que va a funcionar!
El Reino parecía emular la decadente mente del Rey, cuya obsesión por sobreponerse a la maldición le había costado todo. Aún así, no cedió, llegando a arrojar con sus propias manos a sus más fieles seguidores.
Veinte años duró el horrible experimento que tantas vidas cobró. Pese a que la mayoría de las víctimas morían en cuestión de semanas, la resiliencia de la vida misma, el instinto primordial de supervivencia, logró erguirse ante toda circunstancia, escupiendo en la cara de las probabilidades.
¡Ha nacido! ¡Ha nacido el Hijo del Infierno!
El silencio sepulcral del abismo se vio cortado por el llanto de un infante. ¿Quienes eran sus padres? No importaba, eran menos que ganado para el jubiloso regente. Salivaba con las posibilidades, creía haber creado a un antídoto que vive y respira.
Banquetes bajaban diariamente para el primogénito de las profundidades. Ahí debía crecer, desarrollarse, alcanzar la madurez. Que le probara al mundo que su existencia no era suerte.
¡Gané! ¡Yo gané, he vencido a la maldición!
Once años tenía el menor cuando se le permitió ascender, una edad simbólica para quien ahora era un Rey sólo en título, dueño de polvo y recuerdos, abandonado por su riqueza, sus súbditos, su pueblo. Poco importaba, ¡había ganado! Lo demás era insignificante.
La transfusión representaba el momento cúspide de su vida. ¡Sangre más valiosa que el oro, el más potente antídoto natural! Eso, y nada más, embriagaba los pensamientos del Rey, mirando cual niño en dulcería el líquido ámbar entrar en su cuerpo.
Algo salió mal.
Ojos encendidos cual brasas ardientes, venas que resaltaban como amenazando estallar, convulsiones tan violentas que causaron el cruento coro de huesos resquebrajándose. No era un antídoto lo que corría por las venas de ese ser que emergió del Infierno.
Ahí terminó la maldición, en medio de las ruinas de lo que fuera alguna vez un escaparate de los más ostentosos lujos que tiene este mundo para ofrecer. En su larga y ardua búsqueda por salvación, no sólo encontró la condena el Rey... también trajo a este mundo algo mucho peor.