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AliceMargatroid1565130 · 26-30, F
Que clase de magia se uso en ti? Una tradición de alma? Un sello?
—¿Huh?
Era una visita inesperada, de eso estaba seguro. Y a juzgar por la enorme estatura de la mujer -cosa que le hizo dar un paso hacia atrás, intimidado- imaginó que algo no encajaba. En toda su vida hubiera contemplado semejante escultura, no en el sentido complaciente de la palabra, sino que le recordaba vagamente a una de lo tan enorme que era. El rostro, sin embargo, tenía su belleza propia. Era parsimoniosa e incluso algo ida, pero agradable. Y en cualquier caso, la estatura hubiera sido su única pega; era anormal ver tal cosa en una mujer.
—Buenos dí-... ah, ¿qué?
En cuanto comenzó su explicación, perdió el hilo sin ni si quiera haberse encaminado hacia una conversación propiamente dicha. Sólo cuando la "parrafada" fue escupida, el que se sentía tan insignificante como una hormiga se quedó perplejo. Era como el enfermo paralizado que siempre tenía la mirada fija en los pájaros, y por varios instantes el rol casi pasa a tomarlo el tejano.
Cuando se quiso dar cuenta, lo que él consideraba su "jardín" -un montón de chatarra destartalada y maloliente- había cambiado por un paisaje de lo más simpática. Pero no consiguió seducirlo del todo, ya que era consciente de que su moneda de cambio acababa de desaparecer. Eso no gustaba a nadie, menos a los que estaban atados a una situación de precariedad.
—No. ¿Tú sabes por qué estás aquí? Porque esta es mi casa y mi porche.
A diferencia de ella, se encontraba súmamente incómodo e inquieto. Contemplaba los alrededores, consciente del cambio y de lo desconocido que se le hacía de repente el exterior. Tenía la necesidad de preguntar, pero permitió que fuera ella la que llevase la batuta de las explicaciones.
Era una visita inesperada, de eso estaba seguro. Y a juzgar por la enorme estatura de la mujer -cosa que le hizo dar un paso hacia atrás, intimidado- imaginó que algo no encajaba. En toda su vida hubiera contemplado semejante escultura, no en el sentido complaciente de la palabra, sino que le recordaba vagamente a una de lo tan enorme que era. El rostro, sin embargo, tenía su belleza propia. Era parsimoniosa e incluso algo ida, pero agradable. Y en cualquier caso, la estatura hubiera sido su única pega; era anormal ver tal cosa en una mujer.
—Buenos dí-... ah, ¿qué?
En cuanto comenzó su explicación, perdió el hilo sin ni si quiera haberse encaminado hacia una conversación propiamente dicha. Sólo cuando la "parrafada" fue escupida, el que se sentía tan insignificante como una hormiga se quedó perplejo. Era como el enfermo paralizado que siempre tenía la mirada fija en los pájaros, y por varios instantes el rol casi pasa a tomarlo el tejano.
Cuando se quiso dar cuenta, lo que él consideraba su "jardín" -un montón de chatarra destartalada y maloliente- había cambiado por un paisaje de lo más simpática. Pero no consiguió seducirlo del todo, ya que era consciente de que su moneda de cambio acababa de desaparecer. Eso no gustaba a nadie, menos a los que estaban atados a una situación de precariedad.
—No. ¿Tú sabes por qué estás aquí? Porque esta es mi casa y mi porche.
A diferencia de ella, se encontraba súmamente incómodo e inquieto. Contemplaba los alrededores, consciente del cambio y de lo desconocido que se le hacía de repente el exterior. Tenía la necesidad de preguntar, pero permitió que fuera ella la que llevase la batuta de las explicaciones.
Fue como si un ángel del cielo hubiese caído justo en la entrada de su cuchitril, que ni la noche podía ocultar su deslumbrante porte. De ojos gatunos, mejillas rosáceas, y sin olvidar aquellas ubres lactantes que volvían a cualquier hombre loco. La figura se adentró en aquel espacio, para nada digno para semejante reina. Temía que pudiese mancillar su piel o dañarse, sólo verla avivaba un sentimiento de protección.
—Darius Santana. ¡Levántate!
Exclamó una preciosa melodía que desde hacía tiempo creyó olvidada. Lo hizo percatarse del lado soñador que se podía tener al estar enamorado, y la apreciación de una mujer que le odiaba era una prueba de ello. Joder, si incluso con la cabellera despeinada y la piel sin maquillar proyectaban la viva imagen de una diosa de la tierra. Extendió el brazo con ansia para que lo acogiera en sus brazos, en cambio, recibió un fuerte impacto que no vio venir y calentó a sobremanera su mejilla. ¿Le había pegado? No lo tenía claro. El alcohol adormiló sus sentidos, así como también el efecto del dolor.
—He dicho que te levantes. ¿O es que no me oyes? Viejo borracho.— tironeó de su brazo con dificultad, puesto que el vaquero de por sí pesaba lo suyo. Sin embargo, eso sumado a los vagos intentos del ebrio por incorporarse, consiguió encarar a la mujer que de repente se hizo más pequeña. —Llevas tres meses sin pagarme la pensión. Sabes lo que esto significa, ¿verdad?
—Anabel... ay, Anabel.
Se vio venir, y aunque no pudiera evitarlo, la mujer le permitió el acercamiento. La abrazó con tanta fuerza que por un momento creía que le resquebrajaría las costillas. Pero el apretón no fue tan relevante como el rocío de sus lágrimas que humedecían su oreja. El aliento a alcohol y el nauseabundo hedor del sudor le dieron un giro completo a su estómago. Pero muy dentro suya empatizaba, y descansaba la frente contra el hombro.
—Te he echado tanto de menos. Vuelve a casa. Por favor. Te necesito.
—No puedo. Sabes lo que pasará si nos ven juntos.
—Moriría por ti. Haría cualquier cosa.
Pero su hijo estaba de por medio, y Anabel sería la que diese el paso hacia atrás para romper el abrazo y tomar distancias. Se había dejado llevar. —Leí tu carta. Lo siento por lo de tu amigo, pero tienes que dejarlo pasar. Está muerto y así seguirá. Tienes que enfocarte en lo que tienes delante. Y esos somos yo y Gabriel.
Lo comprendía, sabía que por mucho que quisiese matarse o se sintiese la persona más inmunda del mundo, la muerte lo separaría de su deber para salvaguardar a su familia de su propia sangre. No podía abandonar su propia vida a merced de otras, un pago por la libertad.
—Así que levántate. Ponte a trabajar y trae dinero para comer. ¡Y deja de llorar!— el tono de voz se había alzado más de la cuenta, Anabel era susceptible a cambiar el humor de un momento para otro. Y sólo justificaba más la fuerza que poseía aquella mujer. —Y por favor, deja todo esto. Este... sueño que estás viviendo. ¿Vaqueros? ¿Salones y puta economía de subsistencia en este mundo tan consumido? ¿A qué se debe este afán por escapar de la realidad y de todos? ¿De mí? Estás loco.
Antes de que marchase por la puerta, dejó una nota sobre la mesa de la cocina; el número de su abogado. Era una advertencia. Si no respondía a sus reproches lo denunciaría y lo absorbería hacia embrollos legales y juicios de los que no cabían ganas. Darius se derrumbó sobre su viejo sillón, consumido por el polvo y los ácaros. No pasarían más de veinte minutos que una vez más sonó el timbre de la entrada.
En un arrebato pasional se levantó de un salto y corrió hacia la puerta, en el deseo por ver el rostro de Anabel una vez más. En cambio, se desvelaba una extraña figura. Extraña y familiar.
—Darius Santana. ¡Levántate!
Exclamó una preciosa melodía que desde hacía tiempo creyó olvidada. Lo hizo percatarse del lado soñador que se podía tener al estar enamorado, y la apreciación de una mujer que le odiaba era una prueba de ello. Joder, si incluso con la cabellera despeinada y la piel sin maquillar proyectaban la viva imagen de una diosa de la tierra. Extendió el brazo con ansia para que lo acogiera en sus brazos, en cambio, recibió un fuerte impacto que no vio venir y calentó a sobremanera su mejilla. ¿Le había pegado? No lo tenía claro. El alcohol adormiló sus sentidos, así como también el efecto del dolor.
—He dicho que te levantes. ¿O es que no me oyes? Viejo borracho.— tironeó de su brazo con dificultad, puesto que el vaquero de por sí pesaba lo suyo. Sin embargo, eso sumado a los vagos intentos del ebrio por incorporarse, consiguió encarar a la mujer que de repente se hizo más pequeña. —Llevas tres meses sin pagarme la pensión. Sabes lo que esto significa, ¿verdad?
—Anabel... ay, Anabel.
Se vio venir, y aunque no pudiera evitarlo, la mujer le permitió el acercamiento. La abrazó con tanta fuerza que por un momento creía que le resquebrajaría las costillas. Pero el apretón no fue tan relevante como el rocío de sus lágrimas que humedecían su oreja. El aliento a alcohol y el nauseabundo hedor del sudor le dieron un giro completo a su estómago. Pero muy dentro suya empatizaba, y descansaba la frente contra el hombro.
—Te he echado tanto de menos. Vuelve a casa. Por favor. Te necesito.
—No puedo. Sabes lo que pasará si nos ven juntos.
—Moriría por ti. Haría cualquier cosa.
Pero su hijo estaba de por medio, y Anabel sería la que diese el paso hacia atrás para romper el abrazo y tomar distancias. Se había dejado llevar. —Leí tu carta. Lo siento por lo de tu amigo, pero tienes que dejarlo pasar. Está muerto y así seguirá. Tienes que enfocarte en lo que tienes delante. Y esos somos yo y Gabriel.
Lo comprendía, sabía que por mucho que quisiese matarse o se sintiese la persona más inmunda del mundo, la muerte lo separaría de su deber para salvaguardar a su familia de su propia sangre. No podía abandonar su propia vida a merced de otras, un pago por la libertad.
—Así que levántate. Ponte a trabajar y trae dinero para comer. ¡Y deja de llorar!— el tono de voz se había alzado más de la cuenta, Anabel era susceptible a cambiar el humor de un momento para otro. Y sólo justificaba más la fuerza que poseía aquella mujer. —Y por favor, deja todo esto. Este... sueño que estás viviendo. ¿Vaqueros? ¿Salones y puta economía de subsistencia en este mundo tan consumido? ¿A qué se debe este afán por escapar de la realidad y de todos? ¿De mí? Estás loco.
Antes de que marchase por la puerta, dejó una nota sobre la mesa de la cocina; el número de su abogado. Era una advertencia. Si no respondía a sus reproches lo denunciaría y lo absorbería hacia embrollos legales y juicios de los que no cabían ganas. Darius se derrumbó sobre su viejo sillón, consumido por el polvo y los ácaros. No pasarían más de veinte minutos que una vez más sonó el timbre de la entrada.
En un arrebato pasional se levantó de un salto y corrió hacia la puerta, en el deseo por ver el rostro de Anabel una vez más. En cambio, se desvelaba una extraña figura. Extraña y familiar.
owo.... o0o/