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Ellos, como uno, deambulaban entre la negrura. Espesa, creciente, marchita.
Aguardaban por momentos esas ilusiones destinadas, que destellaban en el carmín de sus brumas. Brumas que cabalgaron entre sus dedos, como tiernos bosquejos de una idea, prestos al cambio, al comienzo. Al vacío. Porque la nieve de su infinito universo, de las amalgamas de su historia, de la más cruda de sus formas, se mecía en sus vientres de terciopelo y tafetán.
Una parte de ellos, ansiaba el vibrar en alto. Mudar piel o desfallecer para encontrar el paraíso que les había sido negado; reverdecerse, engrandecerse como un parásito. Y, una a una, en sus cuentas de corazón a corazón, también ansiaban comunicarse con Él en la más cruda de las confesiones. Otra vez.
Reflexionaban. Callaban.
Había tanto que revelar.
Tanto. Tanto. Tanto.
Aguardaban por momentos esas ilusiones destinadas, que destellaban en el carmín de sus brumas. Brumas que cabalgaron entre sus dedos, como tiernos bosquejos de una idea, prestos al cambio, al comienzo. Al vacío. Porque la nieve de su infinito universo, de las amalgamas de su historia, de la más cruda de sus formas, se mecía en sus vientres de terciopelo y tafetán.
Una parte de ellos, ansiaba el vibrar en alto. Mudar piel o desfallecer para encontrar el paraíso que les había sido negado; reverdecerse, engrandecerse como un parásito. Y, una a una, en sus cuentas de corazón a corazón, también ansiaban comunicarse con Él en la más cruda de las confesiones. Otra vez.
Reflexionaban. Callaban.
Había tanto que revelar.
Tanto. Tanto. Tanto.
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