- Regresaba a casa. El trayecto por el camino de árboles era silencioso y cualquiera diría que peligroso. Pero para ella, acostumbrada a estos efectos, le resultaba grato y hastá cómodo. Llevaba unos diez minutos andando, cuando unas repentinas ráfagas le llamaron la atención "¿Tormenta en esta época?" Un fenómeno a destiempo siempre era un dejo de mal augurio para los pueblerinos, mas ella, lejos de creer, decidió apresurar el paso.
Sus pies tocaron la entrada justo a tiempo resguardándose, pues la lluvia no tardó en caer con fiereza. Dejó en la mesa sus pertenencias, descalzándose para entrar, cuando escuchó la puerta siendo abierta con violencia. Su olfato detectó olor a tierra y ropa húmedas, junto a una respiración agitada, mientras su oído captaba los pasos desiguales y un jadeo. El aire se sentía extrañamente pesado y poco después el ruido de un golpe, le hizo abandonar del todo su posición, corriendo hacia el, arrodillándose para tocar con sus manos. Su tacto fue claro: era un muchacho.
¿De donde había salido y que hacía allí? Cerró la puerta y volvió con el, deslizando sus dedos a través de la silueta delinéandola, hasta dar con el rostro. Por el camino que había encontrado su mano, estaba clara la posición en que cayó. No tenía corazón para abandonarle, por otro lado, la tela en sus dedos le indicaba que el no era un pueblerino, no era de allí. Menos por el bordado en las orillas, tocó los brazos hasta los hombros. Estaba completamente mojado. Sus manos siguieron subiendo y encontró el rostro. Pero era extraño, pues mientras sus manos estaban frías, su rostro estaba caliente.
"Fiebre" fue la palabra que cruzó su mente al instante. Sin pérdida de tiempo pasó sus manos por debajo de los hombros ajenos y haciendo un esfuerzo, se paró, llevándole a cuestas en su espalda, caminando despacio. Pesaba, pero no tanto para ser una molestia. Caminando a su cuarto, le pareció extraño que un extranjero llegara hasta esos límites de tierras olvidadas. Normalmente nadie se perdía con facilidad y menos si podía preguntar, entonces ¿Qué hacía allí?
Lo importante ante todo era atenderlo, luego le preguntaría cuando estuviese despierto. Llegó a su cuarto, un futón rústico pero cómodo de tono celeste pastel con sábanas bordadas yacía en el piso. Lo colocó allí con cuidado. Tenía la ropa empapada. Se paró y sacó de un armario una yukata blanca que ella usaba para ceremonias, tan solo esperaba que le quedara. Se arrodilló frente a el y comenzó a desvestirlo y a secarlo delicadamente con una toalla, vistiéndolo luego con cierta dificultad. Lo arropó en el futón y revisó su temperatura. La fiebre no cedía. En silencio se levantó y fue por agua, trayendo un pequeño cazo con un paño. Desató del haori un pequeño bolso de tela. De el sacó unos polvos verdosos que vertió en el agua fría y mezclo con paciencia. Humedeció luego el paño y se lo puso en la frente, aún a su lado mientras la tormenta rugía con fuerza.
[i][c=#0073E5]No se de donde vienes... Pero cuidaré de ti, no te preocupes.[/c][/i]
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Susurró para no despertarle, por su respiración se notaba que podía estar pasando un mal rato. Esperó con paciencia antes de volver a cambiar el paño. Siempre atenta a el aunque no lo viese, transcurriendo asi toda las noche -
- ¿Qué es la vida para ella? ¿Qué es el mundo para quien nunca ha visto ni siquiera un ápice de luz, viviendo en la oscuridad? ¿Qué es la existencia realmente sin saber mas de aquello que tocan tus manos? Esa era la pregunta que cualquiera podía hacerse cuando veían a la ex samurai caminar por el pueblo y hacer sus compras. Desconocían si tenía familia, un hogar decente o al menos pareja.
Ella solo caminaba, guiándose de alguna manera, se detenía justamente en los puestos y la gente por respeto o piedad se apartaban. Algunos hombres tenían lástima de ella, otros intentaron en su momento aprovecharse de su ceguera, casi perdiendo una mano o una pierna.
A sus 20 años, seguía viviendo sola en aquella solitaria cabaña. Prefería adentrarse mas en el bosque, el único lugar donde se sentía segura, lejana de miradas innecesarias, pero sobre todo el sitio perfecto para meditar. Solía entrenar a solas cerca del bosque de bambú y prefería la soledad del riachuelo con su sonido alegre, los pájaros trinando o incluso el pequeño ciervo que a veces venía a beber. ¿Cómo podía saberlo? Simplemente desarrolló bastante sus otros sentidos. Su Maestro solía decir que nada era un impedimento para el ser humano, lo mismo que un incendio jamás era un impedimento para el crecimiento de la naturaleza.
De largos cabellos gris plata, casi tirando al blanco. Su piel de porcelana y figura esbelta, ataviada esa tarde con un kimono blanco bordado en flores celeste cielo, sandalias de madera, la expresión serena y el pequeño bolso de tela cocido a mano que contenía unas pocas monedas con las que había salido. Sin embargo, entre los pliegues de la hermosa tela, se escondía su wakizashi, compañera idónea de su katana, la cual por ahora descansaba en casa. Se decidió volver. Ya tenía lo suficiente para preparar la cena y por lo pronto, el aire frío en sus pómulos le había indicado que anochecía -
