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LEONA
EL RADIANTE AMANECER
Para las tribus Rakkor que habitan en el Monte Targón, el sol es sagrado y nadie lo venera más que los Solari. Los niños son educados desde el nacimiento para honrarlo e incluso para derramar sangre por él, hasta que su aspecto regrese anunciando una peligrosa amenaza que todos deberán enfrentar.
Leona formaba parte de esos niños. La fe Solari le era tan natural como respirar y encontraba consuelo y calor dentro de su rígida estructura. Esto se manifestó a través de su rápida obtención de la excelencia, motivo por el cual sus compañeros estaban celosos de su capacidad, fuerza de voluntad y devoción. Nadie dudaba de que algún día ella se convertiría en miembro de los Ra'Horak, los guerreros sagrados de los Solari.
A pesar de que Leona prosperaba, no podía evitar ver cómo sus maestros batallaban con su estudiante más testaruda, una huérfana llamada Diana. En un principio, su curiosidad fue bien recibida, pero pronto los maestros comenzaron a percibir las preguntas de Diana como afrentas hacia las tradiciones Solari. Leona atestiguó cómo Diana sufría los castigos y el aislamiento, pero donde los demás veían una actitud insolente, ella podía ver a un alma perdida devota a una búsqueda de sentido.
Leona encontró su propósito en las enseñanzas Solari y decidió compartirlas con Diana, incluso cuando los maestros más diligentes la dieron por caso perdido. Las dos debatían hasta altas horas de la noche. Leona anhelaba poder persuadir a Diana para hacerle saber que todo lo que alguna vez podría desear se hallaba en la fe, la cual aguardaba su aceptación. A pesar de que fracasó en sus intentos por convencer a Diana, Leona encontró en ella a una amiga.
Una noche, Diana le confió un secreto a Leona. Le habló del descubrimiento de un nicho oculto en la montaña, un lugar antiguo en donde las paredes estaban grabadas con imágenes de símbolos extraños y sociedades olvidadas. Cuando Diana sugirió que había que escalar hacia la cima del Monte Targón para saber más al respecto, Leona le rogó que se detuviera. A fin de protegerla de la ira de los otros Solari, Leona le hizo prometer a Diana que abandonaría esta búsqueda. A regañadientes, Diana aceptó.
El tiempo pasó y las dos nunca volvieron a hablar del descubrimiento de Diana. Leona creía que su amiga por fin había entrado en razón.
Esta idea se hizo añicos una noche, cuando vio cómo Diana se escapaba del templo. Mientras su primera reacción fue decirles a sus superiores, Leona prefirió proteger a su amiga y salvarla de un escarmiento. Decidida, Leona siguió a Diana hacia la cima del Monte Targón.
El ascenso fue un reto como ningún otro que Leona hubiera enfrentado antes y llevó al límite cada fibra de su ser y más allá. Su entrenamiento, su fuerza de voluntad y su preocupación por Diana eran los motivos que la impulsaban a seguir. Los ojos abiertos de los cuerpos congelados en las pendientes de la montaña observaban su ascenso. Si bien sus viajes quedarían incompletos para siempre, ni siquiera ellos podrían desalentarla.
Después de lo que pareció una eternidad (y para su asombro), Leona llegó a la cima.
Exhausta, contempló un paisaje siniestro y encontró a Diana envuelta en una columna centelleante de luz plateada. Leona vio cómo la silueta de su amiga se retorcía en agonía; el aire se ondulaba con sus gritos. Horrorizada, Leona corrió a su auxilio, pero, en ese momento, un fulgor dorado desgarró el cielo y la envolvió.
La sensación era indescriptible, pero en vez de ser incinerada, la iluminación fluyó a través de ella y la impregnó con su increíble poder. Se aferró a su conciencia y peleó contra la corriente que buscaba abrasar su ser.
Finalmente, su voluntad indómita triunfó y con ese control llegó el entendimiento.
Leona había cambiado para siempre, imbuida por el Aspecto del Sol. El destino la había elegido a ella y era su deber proteger a los Solari en los tiempos venideros.
En ese momento, Leona vio a Diana, quien brillaba con una armadura plateada, un extraño reflejo de la armadura dorada que ella misma portaba ahora. Diana le rogó a Leona que se uniera a ella en la búsqueda de las respuestas que los Solari no podían ofrecer. Leona le ordenó que regresara a casa con ella y que se presentaran para ser juzgadas por los sacerdotes. Ninguna de las dos cedió y finalmente sintieron el peso de las armas que tenían entre las manos.
El combate fue rápido: un choque abrasador entre el sol y la luna que terminó con la espada creciente de Diana en la garganta de Leona. Pero, en vez de asestar el golpe mortal, Diana huyó. Devastada, Leona descendió del Targón y se apresuró para presentarse frente a los ancianos.
Cuando llegó, se encontró con una matanza. Varios sacerdotes Solari y sus guardianes Ra'Horak estaban muertos, al parecer por la mano de Diana. Los sobrevivientes estaban pasmados ante la presencia de dos aspectos, motivo por el cual Leona se comprometió a ayudarlos a navegar a través de esta nueva realidad: sería la luz que guiaría a su gente, tal y como el sol siempre lo había hecho.
Juró que encontraría a Diana, no solo para preservar el dominio de los Solari, sino también para ayudar a su vieja amiga a controlar el poder del Aspecto de la luna antes de que la destruya.


LA PORTADORA DE LA LUZ
Los saqueadores atacaron antes del amanecer; cincuenta hombres vestidos con piel de lobo y cota de malla que portaban hachas sin brillo. Caminaban con prisa mientras entraban al poblado situado en las faldas de la montaña. Estos hombres habían combatido como hermanos durante años, vivían entre el latido que separa la vida de la muerte. Eran dirigidos por un guerrero vestido con una maltrecha armadura escamada, que portaba una gran espada pesada sobre su hombro. Debajo de su yelmo draconiano llevaba una barba y el rostro ajado, quemado por una vida de guerras bajo un sol más severo que este.
Las aldeas anteriores fueron fáciles de saquear; no era un gran desafío para hombres acostumbrados a combatir. El botín era escaso, pero en estas tierras tan extrañas, un hombre conseguía lo que podía.
Esta no sería la excepción.
Una repentina luz resplandeció más adelante; la luz del sol brillaba con fuerza.
Imposible. Faltaba una hora o más para el amanecer.
El líder levantó su callosa mano al ver una solitaria figura parada al otro extremo de la calle del asentamiento. Sonrió cuando notó que era una mujer. Al fin, algo valioso que saquear. Estaba envuelta en luz, y la sonrisa abandonó su rostro cuando pudo ver más de cerca que la mujer iba ataviada con una placa de guerra ornamentada. Su cabello rojizo caía desparramado de una diadema dorada y la luz del sol emanaba de su pesado escudo y larga espada.
Más guerreros emergieron de la calle y se situaron a cada lado de la mujer, cada uno vestido con una armadura dorada y blandiendo una larga lanza.
—Estas tierras están bajo mi protección —afirmó.
Leona levantó su espada mientras los doce guerreros de los Ra-Horak formaron un círculo con ella en su centro. Con seis a cada lado, hicieron girar sus escudos y los clavaron con fuerza en el suelo como si formaran uno solo. Leona hizo un pequeño giro y colocó su propio escudo en el vértice. Su espada se deslizó en la ranura ubicada debajo de la zona filosa del escudo.
Leona apretó sus dedos en el mango de cuero de su espada, y sintió una ola de poder aumentando en su interior. Un fuego enroscado que demandaba ser liberado. Leona lo contuvo en su interior, y dejó que se acostumbrara a su cuerpo. Sus ojos ardían como brasas encendidas y su corazón palpitaba con fuerza en su pecho. El ente al cual se había unido en la cima de la montaña deseaba incinerar a esos hombres con un fuego purificador.
El del yelmo de dragón es la clave. Mátalo, y el resto se rendirá.
Parte de Leona deseaba liberar el poder en su interior; anhelaba reducir a esos hombres a ceniza y huesos calcinados. Sus ataques habían matado a cientos de personas que llamaban hogar a las tierras que rodean al Monte Targón. Habían profanado los lugares sagrados de los Solari, derribado piedras solares sacras y contaminado los manantiales montañosos con sus desperdicios.
El de yelmo de dragón reía y giraba su gran espada en sus hombros mientras sus hombres se apartaban de él. Pelear con un arma tan enorme y mantenerla en constante movimiento requería cierto espacio. Gritó algo con un sonido gutural que parecía más un ladrido de perro que humano, y sus guerreros respondieron con un rugido.
Leona exhaló profundamente cuando los saqueadores arremetieron, con sus barbas trenzadas salpicadas de saliva mientras se abalanzaban hacia los Ra-Horak. Leona dejó que el fuego se extendiera por su sangre, y sintió cómo la criatura ancestral fundía su esencia con la suya por completo; se convirtió en una con sus sentidos y la dotó de las percepciones de otro mundo.
El tiempo se detuvo para Leona. Pudo ver el brillo pulsante del corazón de cada enemigo y oyó el estruendoso palpitar de su sangre. Para ella, sus cuerpos estaban iluminados con el fuego rojo del ansia por la guerra. El de yelmo de dragón dio un salto hacia adelante, y golpeó el escudo de Leona con la fuerza del puño de un gigante de piedra. El impacto fue feroz, lo que abolló el metal y la arrastró un metro completo. Los Ra-Horak retrocedieron con ella y mantenían intacto el muro de escudos. El escudo de Leona destelló de luz y el manto de piel de su rival ardió con su calor incandescente. El de yelmo de dragón abrió los ojos sorprendido, mientras arrastraba su enorme espada para realizar otro golpe.
—¡Aseguren y empujen! —gritó Leona, mientras los otros saqueadores golpeaban su línea. Las lanzas doradas empujaron en el momento del impacto y la primera línea de atacantes cayó atravesados por el acero forjado en la montaña. Fueron pisoteados cuando los guerreros que los seguían continuaron el ataque.
El muro de escudos vaciló, pero contuvo la arremetida. Las hachas golpeaban, los nervios se inflamaban y las gargantas gruñían por el esfuerzo del ataque. Leona encajó su espada en el cuello de un saqueador con una cicatriz que le partía el rostro desde la coronilla hasta la mandíbula. El hombre gritó mientras caía de espaldas, con la garganta llena de sangre. Su escudo impactó con fuerza el rostro del hombre junto a él y perforó su cráneo.
La línea de los Ra-Horak retrocedió cuando el líder de los saqueadores volvió a golpear con su espada, esta vez astillando el escudo del guerrero situado junto a ella. El hombre cayó destrozado desde el cuello hasta la pelvis.
Leona no entregó al de yelmo de dragón la oportunidad de arremeter por tercera vez.
Lo atacó con su espada dorada y pudo ver un ardiente reflejo de su imagen en el filo de su arma rúnica. El fuego incandescente abrasó al líder de la banda, sus pieles y cabello se incineraron al instante y su armadura se fundió a su carne como una marca. Gritó con horrible dolor, y Leona sintió cómo el poder cósmico en su interior gozaba con la agonía del hombre. El del yelmo dragontino se tambaleaba, y por alguna razón seguía vivo y gritando mientras su fuego derretía la carne de sus huesos. Sus hombres retrocedieron durante su ataque mientras él caía de rodillas como una pira en llamas.
—¡A ellos! —gritó Leona, y los Ra-Horak arremetieron con todo. Sus poderosas lanzas apuñalaban todo a su paso con brutal eficacia. Empuje, giro, retirada. Una y otra vez, como los implacables brazos de una máquina trilladora. Los saqueadores dieron la vuelta y huyeron de las hojas ensangrentadas de los Ra-Horak, horrorizados por la muerte de su líder. Ahora solo querían escapar.
Cómo y por qué llegaron estos saqueadores a Targón era un misterio, ya que claramente no vinieron a conocer la montaña ni a intentar ascenderla. Eran guerreros, no peregrinos, y si les perdonaban la vida, solo se reagruparían para volver a matar.
Leona no podía cruzar los brazos y permitir que eso ocurriera. Buscó muy dentro de ella y absorbió del asombroso poder más allá de la montaña. El sol emergió detrás de las cumbres más altas cuando Leona elevó su mano hacia la luz.
Cayó arrodillada y golpeó con fuerza el suelo con su puño.
Y una lluvia de fuego cayó desde el cielo.
