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[ Bien. No sé si será muy largo o muy aburrido. En cualquier caso, me dices sin problemas y acorto en el próximo turno. ]

[sep]
Tokyo. Año 12 de la Era Meiji.

Cuando Kaoru despertó, todavía era noche cerrada. El invierno se había instalado en el dōjō Kamiya con tanta fuerza, que la manta que colgaba de sus hombros se sentía diminuta e improductiva a merced del temporal. Pero aun siendo así, aquellos detalles parecían carecer de importancia para ella, pues no había sido una buena noche y todo lo que necesitaba era un poco de aire. Lo necesitaba con urgencia.

Nevisca tan fina como el rocío la recibió cuando sus pasos la guiaron al exterior.
Las marcas que sus sandalias (zōri) iban dejando tras ella se incrustaron en la densa capa de nieve acumulada sobre el suelo, creando un sendero de huellas blanquecinas, dibujando un camino directo e inequívoco hacia ella.

Un instante todo era blanco. Blanco hasta que se perdía la vista. Tan blanco que creyó que ya no veía. Fue necesario recargarse contra un muro para no marearse por el resplandor de la blancura que parecía centellar incluso bajo el velo de la noche -como si aquello fuera siquiera posible-, hasta que sus ojos, aún adormilados, se cerraron.

De sus labios brotó un suspiro pesado, lastimero y discontinuo, que dio forma a una vaharada espesa, una que se fundió con la noche… Había dejado el dōjō atrás con cautela felina, de modo que estaba segura de que sus amigos aún seguían dormidos. Y probablemente ninguno de ellos notaría su ausencia; desaparecida como por ensalmo.

Siempre se había considerado una muchacha fuerte, de modo que no comprendía cómo su mente había podido perturbarse con tanta facilidad y con algo tan escueto, tan lacónico, como lo es un sueño. Pero es que… no había nada de simple en ello:

Había sido su padre, no ella, quien tuvo que ver de primera mano las atrocidades del Bakumatsu. Su padre, quien durante años había luchado bajo el lema de una espada protectora de vida, había sido enviado a combate como miembro del escuadrón regional con el objetivo de sofocar una sublevación, para ya nunca regresar. Nunca más había vuelto a oír su voz, sus enseñanzas… Amaba a su padre y jamás creyó tener que perderlo así. Ingenua pretensión de la juventud la de creerse al resguardo de la historia…
Ella no lo había presenciado, por supuesto que no, y aun así, aquella pesadilla regresaba a su mente como un bucle de reminiscencias. Había sido sólo un sueño, pero se había sentido tan real: el olor y la espesura de la sangre aún pendían de su memoria como si pudiese percibirlos también con sus sentidos.

De pronto, un sonido externo la arrancó de su mente.

Y fue entonces cuando sus ojos volvieron a abrirse al mundo y lo siguiente que vio fue rojo. Ese rojo penetrante e intimidante. Un rojo que consiguió corromper la blancura con un manchón grande e insolente. Sus pies la condujeron hacia ese rastro como por inercia, pero tuvo que detenerse entonces, incapaz de seguir avanzando. El vaho de su respiración se materializó ante la escena una vez más; y pronto, el manchón, grande y solitario, se vio acompañado por pequeñas gotas carmín; era como si el contraste de colores le devolviera el sentido de orientación, pero como si le molestara de todos modos la corrupción de esa pulcritud. Se llevó las manos a los labios, espantada al reconocer el 'tesoro' al cual aquel mapa sanguinario la había conducido: allí, boca arriba sobre la nieve, yacía el cuerpo de un hombre que no supo reconocer. El corte transversal de una espada se alojaba en su pecho y se extendía más allá, deformando su rostro con la mueca de dolor que le había traído la muerte.

El estallido no muy lejano de un cañón mokuhou logró sobresaltarla, haciéndola retroceder hasta caer sentada en el colchón de nieve que lo recubría todo.

¿Qué está pasando...? —Consiguió articular con una voz que delataba su asombro. Tenía que volver pronto al dōjō. ¿En qué había estado pensando al salir sin su bokken? Claramente no había pensado en hallar un escenario como tal a mitad de la madrugada.
 
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