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Como lo había prometido, esperó a Rayla cerca de la entrada del pueblo, sentada en una banca de piedra junto aquélla estatua imponente y el lago. Apenas la noche comenzaba a caer, dando al cielo un aspecto majestuoso. En sus manos llevaba un pequeño objeto envuelto, y atenta a su alrededor, esperaba la llegada de la joven sanadora.
 
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Rayla siempre era tan efusiva que su presencia se sentía como un rayo de sol más cálido que el que se ocultaba en el horizonte. —¡No esperé demasiado! Estaba tan ansiosa por verte que llegué antes...— Frunció ligeramente el ceño, desviando la mirada, no quería sonar como una rara, aunque aparentemente su cerebro no estaba conectado con su boca.

Soltó un pequeño respiro, y con un ademán invitó a la sanadora a sentarse. —Luces contenta, ¿fue un buen día?— Sus dos manos volvieron a sujetar lo que estaba en ellas, con la suficiente fuerza para delatar que estaba un tanto nerviosa.
 
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