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La onna hanishi (médica), con delicadeza y pericia adquirida a través de los años de estudio y práctica, se encontraba en el santuario de su humilde morada atendiendo a un samurái maltrecho. Sus heridas eran numerosas y profundas, evidencia de las batallas libradas en honor y deber.

Sentados en la penumbra del aposento, con la suave luz de una lámpara de papel iluminando el espacio, entablaron una plática solemne sobre la esencia misma de la existencia humana. La médica, con voz pausada y cargada de sabiduría, habló de la fugacidad de la vida, como una efímera llama que danza en la noche.
 

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