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Al menos no habría nada sobre Khaenri'ah cerca. Pero, al final, cuando lo reflexiono con más detenimiento, me doy cuenta de que sí descubrí algo: Mi familia estaba en Mondstadt, no la sanguínea, pero se podía sentir como tal. Tenía un padre estricto pero amoroso, una mucama que era casi como una madre o una hermana mayor que me regañaba o podía solapar algunas de mis bromas; y también tenía un hermano mayor del cual podía aprender cualquier cosa y era mi confidente.

Tenía todo, pero aún así a veces no podía evitar sentir que no tenía nada. Ese viaje a Sumeru, solo planteó nuevas dudas, nuevas emociones y deseos que, algún día, terminarían viendo la luz cuando quisiera hablar nuevamente de este pasado.
El abrazo se fortaleció, porque finalmente me dejé llevar por la emoción que sentía. Tenía un hogar y una familia que se preocupaban por mí. No habría un regaño, al menos no hasta que estuviésemos de vuelta en el viñedo del Amanecer y Adelinde me jalara de las orejas para después abrazarme con fuerzas. Sí, aunque no lo dijera, a veces podía sentir que de los dos, de Diluc y yo, siempre sería su favorito.

Al final, en ese viaje no había encontrado nada. Siquiera había tenido tiempo de explorar un metro, es decir, el dueño de la caravana me atrapó apenas cruzamos los límites entre Liyue y Sumeru; ¿qué tanto podía explorar si tampoco tenía idea de dónde estaba? Todo mi esfuerzo se había ido en quedarme callado entre las cajas de vino, de uvas y otras cosas más para pasar inadvertido. Creo que por eso, al final, no supe qué responderle a Crepus cuándo me lo preguntó: "¿Encontraste la respuesta que buscabas?" No, era claro que el esfuerzo era en vano y que jamás tendría respuestas.
Pero no llegó.

"Pero ahora nosotros también somos tu familia. Así que la próxima vez que intentes hacer algo así avísanos primero. Ya sea a mí, a Adelinde, a Diluc. A quién tú quieras. Nosotros siempre estaremos para ti, Kaeya, para escucharte o para apoyarte. Pero no vuelvas a hacer algo así."

No entendí mucho de lo que dijo, en un inicio me esforcé más bien por no hacerlo. Yo no pertenecía a esa familia, después de todo no era más que un chiquillo al que habían acogido para no dejarlo morir. Y aun así, aunque deseé con todas mis fuerzas no sentirlo, poco a poco comencé a darme cuenta que en Mondstadt tenía lo que tanto buscaba en Sumeru: Una familia.

Tuve que parpadear más de una vez, porque quería llorar de felicidad, y porque también las lágrimas del Maestro Crepus me llegaron a contagiar. Rara vez lo había visto así, aunque era alguien estricto, en el fondo seguía siendo alguien muy emocional. Hasta podía recordar la primera vez que lloró cuando lo llamé papá.
Pero sentía… Que había algo que faltaba. El amor que recibía era asfixiante, casi tanto como el estrecho abrazo de Crepus ante mi reacción. Yo no decía nada, solo lo miraba con la misma curiosidad y extrañeza que la primera vez me encontró en el viñedo.

“No vuelvas a hacer que los demás se preocupen por ti, Kaeya. Entiendo que quisieras conocer más sobre tu familia, es natural.”

Sí, ahí estaba el consuelo para justificar mis acciones. Y sí, era cierto, yo tenía curiosidad por Khaenri'ah, yo quería saber más de mis orígenes, de mi pasado, recordar perfectamente por qué, de todos los sitios que existían en Teyvat, mi padre me había dejado en Mondstadt. Quizá si tenía suerte, iba a poder encontrarlo para preguntarle muchas cosas que, ese día de lluvia, no había podido preguntar para saciar mi curiosidad. O quizás era ese instinto inoportuno de volver a ver lo que alguna vez se amó o volver al lugar que se perteneció.

Levanté la mirada, me preparé ante el regaño inminente
No lo podía creer y ello se notaba en el rostro tan ingenuo que tenía. El maestro Crepus, siempre me había sorprendido, pero creo que ese era el día que se llevaba el premio. De haber sido Diluc, quizá me habría dado un buen sermón sobre lo preocupado que estaba y lo irresponsable que era de mi parte el desaparecer sin decirle a nadie o siquiera pedirle permiso para marcharme. Pero no, allí estaba, solo diciendo cosas normales: Lo mucho que le alegraba verme de nuevo, sano y salvo, lo feliz que estaba de que nada me hubiese sucedido y lo angustiado que se sentían todos en casa al instante que nadie me pudo encontrar en la mansión o entre las vides.

Yo no podía decir nada. ¿Qué le iba a decir? Pedirle un regaño me parecía tonto, porque seguramente se reiría de lo ingenuo que era y me echaría en cara que no lo merecía, que tal vez era un instinto natural y que me podría convertir algún día en un valiente aventurero o un valeroso comerciante que recorría todas las calles de Teyvat.
Ese día, cuando lo vi llegar, pensé que el maestro Crepus me regañaría. Pensé incluso que se enfadaría tanto conmigo que la cara se le pondría tan roja como el cabello o la barba; creí que sería tan estricto conmigo como lo era con Diluc o que me echaría de la familia Ragvindr para siempre. Sin embargo, no podía estar más alejado de la realidad.

Cuando dijo mi nombre no me pareció que estuviese enojado, irritado o harto de mí. En realidad, podía notar la preocupación en su voz, en su rostro y en la fuerza que ponía sobre mis hombros al sujetarlos. No entendía lo que sucedía. ¿Por qué no me regañaba? Después de todo, me había escapado de casa sin decirle a absolutamente a nadie, ni a Diluc, ni a Adelinde o cualquier otro de los empleados de la mansión. ¿Dónde estaba mi regaño por el descuido? ¿Dónde estaba ese enojo por meterle el susto de su vida al desaparecer en un pestañeo del viñedo?

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