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[Flashback]

—A las puertas de la muerte—
 
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Una vez más, la bestia en su interior despertaba; pero ahora él podía controlarla mejor, de modo que la obligó a atender las laceraciones en su piel, convirtiendo su vida y voluntad en magia, que le permitiría burlar una vez más a la muerte. Era consciente de que estaba robándose a sí mismo, sacrificando el futuro en aras de ese poder momentáneo; pero ningún precio sería demasiado alto por pagar cuando la victoria estaba a su alcance, tan solo esperando a que él tuviera el coraje de asirla. Sabía que, en las sombras, más oponentes se ocultaban; tanto mejor, su katana bebería hasta la saciedad esa noche. Emprendiendo la carrera, se adentró en las tinieblas; sus ojos encendidos guiándolo en la penumbra, el metal presto en mano, dispuesto a continuar la masacre. Nadie más que él sobrevivió a esa noche.
De vuelta en el presente, **** se sacudió las memorias, aunque sintiéndose ligeramente reconfortado por ellas. Había sobrevivido, y algunos de los aldeanos habían sido salvados por su arrojo; tras probar el filo del abismo, se las había arreglado para no fallecer, debatiéndose entre la vida y la muerte por una semana seguida, bajo los cuidados de los sirvientes del shogun Izuminokami, hasta cuyos oídos habían llegado las noticias de la hazaña. Desde entonces, **** se había convertido en un fiel siervo del señor feudal, perfeccionando sus habilidades bajo su estandarte; y ahora que, una vez más, debía defender lo suyo, encontró fuerzas en los recuerdos: las suficientes para ignorar el dolor palpitante que lo cubría casi por completo, y hacerlo avanzar nuevamente, apretando la mandíbula en una sonrisa atemorizante, diente con diente.
La mañana lo sorprendió exhausto y cubierto de heridas, rodeado de cuerpos inertes. La consciencia volvía lentamente a él, y tan solo merced a su necedad, a su voluntad de sobrevivir, logró retener el aliento en su maltrecho cuerpo; no solo resentía los cortes y golpes, sino que aquella rabia sobrenatural parecía haber clamado parte de su misma esencia, drenándolo y llevándolo a las puertas de la muerte. Pero, lo había logrado: había vengado a los suyos, y las almas de los difuntos podrían descansar en paz. La sombra de una sonrisa apareció en su rostro, antes de perder las fuerzas por completo y desplomarse de bruces contra el suelo. No supo nada más; moriría con gusto si ese era su destino, tras haber cumplido su labor...
**** sintió un fuego desconocido e incontrolable nacer en su interior. Antes, había enojo y una voluntad inquebrantable; pero ahora, con la vorágine creciendo en su pecho, parecía que una bestia se había liberado, pugnando por tomar el control y devolver con creces todo el daño que los maleantes habían hecho. Nada podía sentir, fuera de esa hoguera sin límite; lo consumió todo, hasta tomando el lugar de su ira para tomar el control de él por completo. Todo se tornó borroso, ni siquiera supo en qué momento los dos hombres que lo mantenían aprisionado contra el suelo ardieron de manera espontánea; o de qué manera se las arregló para lanzarse al cuello del jefe de los ladrones, tomándolo por sorpresa e inundándolo con su propio miedo, transmitido de forma mística a través de sus manos que se aferraron a él, apretando mientras un poder desconocido emanaba de sus dedos. La katana cayó al suelo mientras aquel hombre expiraba, y un **** que ya no era dueño de sí mismo la recogió.
Éste, herido, cubierto de sangre de pies a cabeza, aún se negaba a bajar la testa, desafiando con la mirada al ladrón mayor; quien, burlándose de él (aunque, debía admitirlo, un tanto atemorizado por el coraje auténtico del chico; pero sobre todo, por el odio en sus ojos, imposible de subyugar o intimidar), ordenó que sus compinches presionaran su cabeza contra el suelo, ofreciendo su cuello y nuca para que él pudiera tomar venganza. La katana se alzó en el aire, refulgiendo por las llamas aunque el brillo estuviera opacado por la sangre en ella; bastaría un golpe certero y rápido para completar la ejecución. **** se revolvió, sintiendo la impotencia dominándolo; pero, aún así, su alma se negaba a esperar la muerte en silencio, deseosa de permanecer hasta el último momento con vida. Y entonces, de reojo, las vio.

Su madre y hermana, arrancadas de los lechos, muertas; cuales muñecas de trapo, desgarradas, teñidas de rojo y hollín; viles despojos en aquella cobarde incursión.
Su campo de visión se tornó rojo: todo parecía estar detrás de un velo de sangre, ayudado por la que él derramaba con cada nuevo tajo, guiado por la cólera. Uno, dos, varios de los bribones cayeron ante él, siendo atacados por la espalda, desprevenidos al estar embriagados con las mieles de la conquista; mas aquello solo fue un lance de suerte, pues, apenas los asesinos salieron del estupor, se apresuraron a defenderse, no tardando en rodear y someter al valiente joven, a pesar de que éste luchó con bravura, añadiendo unos cuantos más a los cadáveres de sus enemigos antes de sufrir las múltiples heridas que terminaron por quebrantar su cuerpo. Fue obligado a ponerse de rodillas, tras haber sido despojado de su arma; misma que el líder de los sicarios tomó para sí, admirando el filo bellamente trabajado antes de disponerse a cobrar por mano propia las vidas de sus infames compañeros, tomando en pago la de ****.
****, un adolescente todavía, había regresado apenas de sus andanzas nocturnas habituales, pues era un amante del bosque y la soledad; pero, en vez de encontrar la quietud de los durmientes, frente a él se desenvolvía una escena horrísona, donde los aldeanos, sus amigos, los viejos del pueblo, caían sin remedio ante la furia de los asaltantes, que lo mismo segaban vidas que robaban bienes. **** sintió su sangre hervir tras la espantosa sensación que lo dejó helado y en su sitio, al contemplar el atroz espectáculo; su mano se cerró alrededor de la katana que había tomado a escondidas del altar elevado a sus ancestros, pues, en sus prácticas nocturnas, entrenaba para estar a la altura de su abuelo, un notorio espadachín que había servido al mismísimo Emperador; sin pensarlo, llevado por la furia, **** se arrojó a la vorágine, sin importarle quién o qué intentara atajar su carrera.
La aldea se había convertido en un mar de confusión y llamas. Mujeres y niños sin auxilio, intentando huir de los bandidos que, hambrientos de riquezas y víctimas, mataban sin discriminar, tan solo perdonando una vida cuando veían que sería más útil en un futuro; como las aterrorizadas doncellas que pronto serían pasto para la lujuria de esos lobos hambrientos, o los infantes que, seguramente, terminarían siendo vendidos como esclavos a las tierras vecinas. La mayoría de los hombres estaba fuera del poblado, habiendo sido reclutados por el señor de aquellas tierras para conformar su ejército personal en vistas a una posible rebelión; tan solo quedaron atrás los ancianos, los incapacitados y enfermos, quienes difícilmente habrían podido ofrecer resistencia alguna a un ataque planeado de antemano, ejecutado en mitad de la noche.
Su mirada parecía querer ensombrecerse, tornándose borrosa por el cansancio y la debilidad. **** avanzó dando traspiés, hasta lograr recargar su costado derecho - el menos herido, pues ese solía ser su lado preferido para esgrimir la katana - contra un tronco impasible, que recibió su peso sin protestar; el samurai aprovechó aquel respiro para deshacer la bufanda, ahora jaspeada de carmesí, que llevaba al cuello, para improvisar un vendaje que contuviera al menos un poco la aparatosa hemorragia en su abdomen. Suerte que sus reflejos le salvaron de ser atravesado; pero aquel corte era preocupante, mucho más que los otros alojados en sus brazos y pecho.

**** aspiró profundo, y el aire nocturno llenó sus pulmones con dificultad.

"Concéntrate",

se obligó a sí mismo, y, temeroso de cerrar los ojos, alzó la vista al cielo, dejándose llevar durante un momento por los recuerdos de una escena similar, acaecida tiempo atrás; años, incluso antes de entrar al servicio del shogun Izuminok
"Nunca... Más. No de nuevo. No."

La sangre no dejaba de manar, amenazando con hundir al samurai en la inconsciencia merced a la pérdida. Su cuerpo estaba decorado por múltiples heridas; sus ropas, desgarradas por los cortes que las espadas de sus adversarios habían logrado hacer. A sus pies yacían todos ellos, vencidos, la inmensa mayoría muertos; aquellos que habían logrado sobrevivir no lograrían ver la luz del día, pues ninguno había logrado escapar con heridas leves. Aunque, claro, eso significaba que el guerrero tampoco había salido incólume, como las múltiples manchas de sangre en su rostro y torso atestiguaban. La noche ya había caído, y, entre los árboles, algunos rayos lograban colarse, creando juegos siniestros de claroscuro, sombras perfectas para la emboscada: así fue como el grupo de **** había sido diezmado, con un único superviviente que ahora se aferraba a su valentía y necedad para no morir.

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