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Cso1573019 · 22-25, F
Si mantenía los ojos cerrados y se concentraba en el paisaje de la isla, casi no podía distinguir el olor de la sangre. Ni verla. O sentirla. Calipso nunca había sido fanática de las matanzas y las muertes. Cada vez que veía un cuerpo caer recordaba la expresión de Ulises cuando el mar arrastró su embarcación y gritó, asustado, viendo a Calipso no en súplica de ayuda, sino de rencor. Era una visión que no podía soportar después de tantos años. La única cosa que la distraía, era la suave caricia en su pecho y la sensación fría de reconfort que el hombre causaba en ella.
Estiró la mano para enredar los dedos en sus cabellos, notando las uñas largas que portaba y el color bronceado de su piel que contrastaba con el pálido del hombre. Unos segundos después, abrió los ojos y se fijó en él, tan abstraído en sus pensamientos. Ella terminó recargándose en el suave sillón. —Odio ese aroma, pero no necesitas una máscara por ocultar lo que eres.
Estiró la mano para enredar los dedos en sus cabellos, notando las uñas largas que portaba y el color bronceado de su piel que contrastaba con el pálido del hombre. Unos segundos después, abrió los ojos y se fijó en él, tan abstraído en sus pensamientos. Ella terminó recargándose en el suave sillón. —Odio ese aroma, pero no necesitas una máscara por ocultar lo que eres.
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