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—Sólveig...— musitó el rubio cerca del oído de su hermana, en un tono muy bajo, embriagado del veneno que corría por sus venas. Esa oscuridad que teñía sus cabellos y su ser, que colmaba su corazón con deseos impuros, de una ambición que se agranda por encima de los designios de los dioses. Un traidor, un rebelde. No hay perdón.
—Cuando llegue el momento, quiero que seas tú, tienes que ser tú Sólveig. — carraspeó como si le doliera dictar el designio a su hermana, aunque es más una imposición. Un capricho como cuando eran niños.
 
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De un momento a otro, sintió como el tiempo mismo fue detenido así como crispado como una especie de repiqueteo y punzadas insoportables en la víscera principal; Su corazón. Sus dientes rechinaron de la tensión que había ejercido en su mandibula, incluso el aliento de su hermano al chocar contra su oído era semejante al de los inviernos recios en Kánalðar. Su entrecejó fue notoriamente arrugado por su petición. Bufó de resignación, ¿Cómo iba a destruir algo u alguien a quién amaba?, ciertamente la única debilidad del Tercer Príncipe era su familia. Pero sabía, que era su deber antes que cualquier cosa, su deber de Paladín.
Una vez más la distorsión de sonidos, la media luna en sus labios desapareció.
─ Que así sea. ─ Culminó con aquella única oración, tratando de ocultar la devastación que tenía dentro de sí, llevándose una nueva grieta en las pupilas y tatuada en el espíritu. ¿Ese era el decreto de los dioses?, ¿Ese sería la profecía ahora?, Ignoraba la prueba pero sabía que en e
 
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