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После полудня на реке.

Aquel hombre la había dejado con cierta intriga a pesar de que odiaba admitirlo. Y no le gustó que le diera la espalda así, sin más, eso hería su pequeño orgullo. Tan desconcertada como había quedado, se encogió de hombros y a paso rápido se dirigió a la pequeña playa que había a las orillas del río Don. Y tan pronto como estuvo lejos de la vista de todos, dejó libre a Agafya, puso todas sus cosas sobre la arena y procedió a quitarse el pesado vestido que llevaba puesto para después correr directo al agua como una niña pequeña.
 
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IFN1578701 · 22-25, F
Se viró al frente, hacia el oleaje pasivo del río y parpadeó un par de veces. ¿En verdad era eso todo lo que deparaba en la vida? Sus cabellos alborotados le acariciaban el rostro, nublándole la vista con sus movimientos.

Se dejó caer con pesadez sobre la arena nuevamente y giró el rostro hacia su yegua.

—Bueno, Agafya, no tendría porqué preocuparme por eso aún, ¿no?— Agafya relinchó, Inna rió, y tomó su libro, dispuesta a olvidar todas aquellas preguntas y respuestas, y al menos por esa tarde, disfrutaría de esa libertad en solitario antes de volver a su realidad.
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Meditó en silencio pero sin dejar de mirar al hombre que era acariciado por el viento bajo ese sol veraniego. Sus ojos hesitaban de un lado a otro, como sabiendo lo que esas palabras implicaban, pero como buscando otra respuesta, insatisfecha por las palabras dubitativas del cosaco. Suspiró, pero el viento sonoro se llevó el suspiro como si no fuera más que un ligero soplo.

—¿Porqué no debería de preguntarme esas cosas? Si voy a vivir por un legado, al menos debo poder cuestionarlo.— se quejó ligeramente y en voz baja, pues no tenía intención de ser escuchada. En seguida se percató de los movimientos ajenos y escuchó la despedida. Sonrió con ligera sorna, negando con la cabeza.

—Volveré pronto.— aseguró, y le miró alejarse con ese galope implacable, con los sonidos de su paso enmudecidos por la arena. Le miró hasta que desapareció en el horizonte y volvió a suspirar.
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prefirió avanzar con su caballo, comenzar a caminar de forma algo lenta, solo se dirigió para despedirse.

—Volveré a la finca, procure por favor, volver antes de la noche...—confesó, mientras agregaba—. Así su familia no se asustará de mas, les diré que estabas aquí.
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—No oculto que tengo cierto orgullo por mi, porque es el orgullo...—intentaba evitar sonar lo menos pedante posible, pues no se sentía así, pero quizás en el fondo si se escondía ese fuego estoico del pecado. Negó para si mismo, ahí, como solo un soldado podría estar, aunque perdía el tiempo; no protegía nada. Stenka entendió que el deber no podía justificar su presencia.

—En tus hijos, en lo que les enseñes y en lo que aprendan de ti...—afirmó, pues esa era la única respuesta que conocía—. Ahí está tu legado, no hay otro posible que yo sepa.

Aunque tal vez ella no le preguntaba a él, pero al final, no importaba. Stenka acató las riendas de su propio caballo, y empezó a marchar fuera de la playa, quizás recobrando su propio sentido, alejándose del suave mundo onírico al que casi involuntariamente se había adentrado.

—No deberías preguntarte esas cosas, de todos modos...—dijo como una especie de consuelo, mientras notaba en los movimientos ajenos la esencia infantil. Stenka...
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—Casarse y seguir con su legado, ¿eh?— enfatizó, y sin dejar de sonreír, volvió su mirada hacia el ligero oleaje del río sobre la arena. —Me pregunto qué legado podría tener yo. —cuestionó al aire casi en un susurro, como si no le preguntara a nadie, como si, quizá, y sólo quizá, se preguntara a sí misma.
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Frunció el ceño pero su sonrisa se mantuvo.— ¿Y cómo es eso de creer en el matrimonio ajeno?— preguntó como si aquello fuera absolutamente inverosímil e increíble, y esta vez se irguió lo suficiente como para abrazarse a su piernas, con sus pies hundiéndose juguetonamente entre la arena, pero con su mirada fija en el cosaco, como si esperara esa respuesta más que a cualquier cosa. Aún en su postura y en sus movimientos casi infantiles, había una gracia en la forma en la que desenvolvía que la identificaba más como una mujer que como una niña. Una mujer bastante incauta, aparentemente.

—Vaya, suena como que eres el tipo de soldado que todos quieren tener.— señaló con un resoplido que anunciaba una sonrisa inevitable y amplia. Observaba cómo ambos caballos reposaban sobre la arena y el viento mecerle el oscuro cabello a aquel hombre de facciones, para ella, bastante peculiares.
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respuesta—. Los nobles han de casarse y seguir con su legado.
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La risa contraría le tomó por sorpresa, ya que no había sentido nada gracioso lo que había dicho ¿Era burla? No sabía, y eso que estaba acostumbrado al doble sentido de sus huestes, a las bromas, a los chistes y tretas que eran naturales en los nómades pero Inna poseía una capacidad risueña que superaba en parte a lo acostumbrado y su inmadurez no era compañera de su astucia.

Creo en el matrimonio ajeno. —Señaló con ímpetu, como si tuviera que dar explicaciones a un Atamán o algo similar, pero quizás por primera vez al ver ese cabello desordenado entre arenas pálidas y otros misterios es que entendía la belleza que escondían las nobles, motivo por el cual muchos cantaban o entonaban poemas sobre la peligrosa belleza de las mujeres rusas de apellido. Aún así, no contrastaba en sus palabras y ahí, en postura estoica se mantuvo.

—Tal vez algún día, pero no por ahora. La única felicidad que tengo es sirviendo a mi gente, y salvando las vidas de los malvados...—Casi infantil fue su...
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—Soltó una risa estruendosa y natural al escucharle terminar de hablar, pues comenzó haciéndolo con tanto fervor y terminó su respuesta casi con timidez. Eso la hizo verle como su igual por un momento. Se irguió un poco más, se recargó sobre sus manos y volteó a verle de frente, con esa sonrisa que derivaba de la naturalidad de su risa. Su cabello caía desordenado sobre su rostro y su espalda, empanizado con la pálida arena que se le había pegado en su ondulada melena.—

Para alguien a quien no le importa la felicidad, crees mucho en el matrimonio. —agregó sin malicia, más bien curiosa y astuta, admirándole en esa postura casi heroica y estatuaria, a pesar de tener su ropa y su cabello desaliñados.— ¿Cómo es que no te importa la felicidad? Todos vivimos esperando ser felices, hasta yo lo sé. Y tú pareces anhelar esa felicidad. Seguro te quieres casar, ¿no es así?— cuestionó inquisitivamente, retrayendo sus piernas hacia su cuerpo, con sus pies desnudos sobre la arena.—
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la felicidad. Soy un soldado, mi felicidad es que los demás, como tú, sean felices en la paz... —dijo con absoluta convicción, sin llegar a sonar fanático sino soñador al posarse sobre sus ojos el brillo acuoso de no lagrimas, más si humedad de emoción—No estoy casado, no aún.

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