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Ps1565300 · 100+, F
Estaba desorientada y finalmente, tomó la primera bocanada de aire que le llenó los pulmones. La garganta ardía tanto que se vio en la necesidad de tomar la copa, con manos torpes, para acercarla a los labios que temblaban de frío.

¿Qué había pasado? ¿Acaso era una broma? Había sido sacada del sueño eterno tan repentinamente. Los ojos le dolían, al ser la primera vez que los usara después de tantos cientos de miles de años.

-dónde? -

Alcanzó a preguntar, antes de alojarse contra el pecho del hombre que le ayudaba a no caer al suelo de nuevo.

-¿Cuándo? -

Volvió a buscar de la copa para llenarse del vital líquido, necesitaba hidratar la garganta, inundarse de vida nueva.

-¿Por qué? -
Ps1565300 · 100+, F
En la antigüedad, los dioses eran venerados, temidos. Se les pedían favores a cambio de deliciosas ofrendas que los dioses no dudaban en aceptar y dejaban ver su gracia apenas para que los mortales no les olvidaran con tanta frecuencia.

El ciclo se mantenía y así sería por varias generaciones.

Pero con el paso del tiempo, las historias se convirtieron en leyendas, en mitos que fueron cambiando de generación en generación hasta quedar completamente en el olvido, al igual que los dioses que lentamente fueron desapareciendo hasta que al final, el único indicio de su existencia quedara plasmado en roca y papiro.

El mismo destino abrazó a todos. Desde el más poderoso de los Dioses, hasta a la ninfa más pequeña e inocente del bosque.

Las sirenas se confinaron en el fondo de los vastos océanos, las Moiras abandonaron las ruecas y Perséfone cerró los ojos una última vez.

Oscuridad.

Frío.

Flotaba a la deriva en un mar profundo y calmo mar sin tocar tierra. ¿Cuánto tiempo había pasado? No lo sabía. No podía recordar de hecho, cuando fue la última vez que había tomado alimento, probado la ambrosía.

Extrañaba el aroma de las flores en la primavera y los cálidos brazos de su esposo en el invierno. Necesitaba el calor del sol en su cara y el dulce sabor de los labios del su Dios.

Pronto la conciencia iba despertando. Fuertes palabras la llamaban desde un lugar lejano, una voz conocida, familiar, tenía que decirle que podía escucharla. Alzó -o eso creyó- el brazo diestro al cielo, esperando que alguien pudiera tomarlo pero en ese momento, sintió como si su cuerpo fuese tragado por un inmenso remolino, provocándole un repentino vértigo. Quería gritar, aferrarse a algo que pudiera salvarle de caer y entonces…

Cof! Cof! Cof!

La sangre recorría su ser entero a una velocidad estrepitosa. Los dedos, las manos, los brazos, los pies. La cabeza daba vueltas y su garganta estaba seca, como si un puñado de arena se hubiese atorado en esta y no la dejara hablar ni respirar.

Pronto la oscuridad se había desvanecido y sus rodillas podían sentir la tierra. Las manos, delicadas y temblorosas, intentaban cubrir los ojos de la mujer que intentaba abrir los ojos a esa nueva vida.