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~ Hyakki Yagyō || Wandering Abyssal Trickester || Old one Warlock?
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El fuego del Monte Sanjō — Legado de Maẽshi.


El abrazador calor de las llamas del saqueo dejó de quemar; las heridas sanguinolentas cuyo génesis es la humana crueldad se vuelven inocuas; la hediondez del espectral óbito no repelió su cordura. Sentidos ausentes, mundo vacío qué ameritaba el subyugarse de la oscuridad que ofrecen los párpados, era el mismo escenario, mas su narrador había enmudecido.

Movió los dedos de los pies, luego fueron los de las manos. Rememoraba haber perdido la sensibilidad por culpa de las interminables heridas que gustosa su carne recogió, el letargo parecía permanente, pero tal indiferencia también lo libra del dolor, en esos instantes no extrañó la humedad que circundaba su silueta, reseca ahora, alimentaba una tierra corrompida por la sangre de cientos de inocentes, con la poca fuerza que podía emplear dibujó cinco frágiles surcos en la superficie que lo sostiene, los gritos provenientes de esa realidad desquiciada sufrían de una tranquilizadora afonía.

Un suspiro, la cuna de su primera sonrisa.

Patetismo al erguirse, el incoherente milagro de alzarse sin siquiera ratificar qué recordaba cómo hacerlo, es acompañado con la inquietud de la garganta al saber que ya no exhala y con la incomprensión de que la oquedad de su abdomen no sangraba; la diestra acarició con cierta morbosidad aquella marca de muerte, efectos de una anestesia sobrenatural, el único indicio de que ahora no era esclavo del mundo onírico.

Los músculos no se tensan, pero caminar ante la incertidumbre con suma torpeza podía. Caería, muchas veces tropezaría, primero con sus manos intentaría no estrellar su desaseado rostro contra el suelo, entendiendo que era indiferente recibiría el impacto con los hombros, la espalda e incluso sus rasgadas facciones; una secuencia de la cual se sentía ajena, una película vista desde una perspectiva extraña, capaz de razonar, mas imposible de expresar. Ahí fue que recordó las limitaciones de su lengua.

Palabras sueltas escapaban fluidas, su voz no había cambiado, gesticulaba desemejante, aunque lo verdaderamente importante se presentó cuando quiso musitar su nombre:
Identidad, rebuscó entre memorias inentendibles quién era y el pecado cometido para haber despertado entre deshonrosas fosas comunes incapaces de conocen la desmesurada cantidad de cadáveres; no había culpa, desde sus entrañas sabía que jamás provocó un irremediable daño, tal infierno era arbitrario, solo supo que podía escapar; la casualidad de mirar al firmamento estrellado, la humareda no fue un digno obstáculo para que a esa conclusión él no pudiese llegar.

Desde ese momento, cuando pasos firmes logró dar, comenzaría un recorrido que desconoce de conclusión alguna. Flechas viciosas, espadas enterradas y rostros que esconden un desmesurado odio quedaron atrás, eran el vestíbulo hacia un inmenso pasillo constituido por llamas y restos de una civilización a la cual sabía que pertenecía; se proclamó único en su especie.

¿Qué sentido tiene revolver los escombros incandescentes? La curiosidad lo impulsó a tocar los rastros de la matanza, no retiró sus manos hasta pasados los treinta segundos, su pálida piel se había marchitado pero su mano podía utilizar como si nada; no lo intentó de nuevo, supo que la refutación era innecesaria, desde antes de tal imprudente accionar entendió que la lógica ya no regía.
Nada de valor ahí había, siquiera el remordimiento de no poder resucitar a esas almas injustamente masacradas. En pleno escenario abierto justamente eso se cuestionó, ¿por qué no sentía nada al contemplar aquella región del tártaro? Fijamente a los restos de alguien observó, intentó desde lo más remoto de su consciencia odiar a los dioses que lo habían defraudado, intentó también culpar a una entidad conceptual a la que muchos llaman “destino” e incluso en su obstinación fantaseó con ser él aquél ignoto responsable; solo halló una laguna imposible de rebosar.

Cerró los ojos con la indiferencia de aquél que ha olvidado su humanidad, buscó un nuevo horizonte, lo halló en aquél monte aparentemente sosegado, pero que en su quietud sufría el ardor del saqueo desmedido.
Un océano de cenizas vociferó, fragmentos de un pasado que parece no corresponderle desvelan un humilde santuario dormitando en plena arboleda que se extiende a lo alto del complejo terreno. Inestable, mas a un concreto, esa astilla memorial supo indicarle el camino hacia el sagrado lugar, los devotos habitantes de la aldea realizaban importantes ofrendas en ciertos momentos del año, como un joven varón que solía realizar trabajos pesados, estaba en su deber acarrear una parte de los elementos que servían para satisfacer el ritual; saber cómo reconoció el lugar en el que se encontraba era algo imposible de explicar, incapaz de ser obstruido, quién se levantó de entre los muertos la senda retomó y en la ausencia de todo se refugió, su cuerpo aparentemente solo se movía, entendía que escapar de tan miserable orco era una suerte de imposición, aunque la realidad es qué él comprendía que esa había sido su elección.

Escaleras de piedra firmes se mantenían entre los árboles que circundan la aldea, largo camino que se allana para desvelar la existencia de un humilde santuario cuyo tejado es prolongado y levemente curvo, cubriendo incluso la escalera de madera poseedora de cinco escalones que uno debía de ascender para encontrarse con un par de viejas puertas de madera carente de ornamento. Sus manos, esas que carecen de toda empatía, empujan en conjunto de su cuerpo para hacer del umbral algo capaz de ser traspasado.
El rechinar desvela la presencia de un fuego ameno que ilumina un ídolo de bronce: un ser que en sus facciones trasmite absoluta serenidad, gestos en las manos que adjudican la santidad y la dominancia sobre los mundanos deseos alegorizada por una bestia deformada, vencida y por tanto cegada en cólera. Bajo la figura yacía un viejo recipiente lleno de agua insípida, fue en ese momento en el que recordó el porqué de tan vulgar escenario, los ofrendas serían preparadas esa misma noche, probablemente en algún lugar de la aldea se encontraba ese alimento reducido a cenizas, o en una perspectiva realista, en el estómago de un asesino.

Divagaciones retorcidas, aunque estas, como muchas palabras musitadas en tiempos mejores, terminaron en ese abismo que vería reflejado al invadir el recinto sagrado. Por primera vez tendría la capacidad de reflejarse sobre algo, por tanto, dejó que ese impulso lo atrajera y finalmente contempló lo que se dibujó en esa superficie tan sosegada; era él, con su mismo peinado, hebras azabaches, harapos tan humildes como ensangrentados, lo único distinto allí era la palidez patológica de su piel y la tonalidad de sus ojos. A esa silueta manifiesta se acercó, quizá encontrar en esa mirada tan impropia de su tierra alguna respuesta o tal vez su perdida razón.

No entendió porqué le costó mantener su mirada fija, el trazo impreso en el agua se borraba, tendía a desfigurarse como la llama de una vela al viento. Notó, sin embargo, qué las pupilas desaparecieron, lo único que quedó allí es ese color apagado que parecía explicar la carencia del alma, mas eso no implicaba una verdadera incomodidad, en realidad a nada concluía y eso, de alguna forma incomprensible, era lo correcto. Para intentar desmentir el sueño tocó el agua, un roce tímido que terminó por el completo hundimiento de su mano y finalmente el empuñar de su extremidad una vez esperaba a que esta se ahogara; cuando de allí la apartó ni una mísera molécula sintió sobre su antes herida piel, ni seca, tampoco húmeda, incluso ante la cercanía de su inquisitiva mirada una gota al suicidio incurrió.

Siguió, no tenía sentido esconderse por siempre bajo el amparo del santo cuando no había fe que pudiera solventar una única duda, ¿acaso su existencia estaría reducida al no percibir? En la oscuridad de una cueva se lo preguntó, un pasaje escabroso de extensión subterránea que penetraba una parte del monte, una conexión alternativa entre su antiguo hogar con el resto del mundo.

Caminar por ese sendero recto fue una tortura, pero al paso de los minutos escuchó gritos lejanos de un metal eufórico debatiendo dos distintas posiciones, aullidos de hombres y finalmente la percepción de algo más tangible que las penumbras del pasaje; advirtió una esencia sulfúrica, líneas densas, bermellones como también auríferas por la entrada opuesta se filtraron, atrayendo al extraño que de la muerte escapó, apresuró por eso el paso.

El firmamento vestía con los extremos del cosmos sobre las entrañas del monte, fuego lejano se extiende desde una llanura anómala hasta las arboledas que presencia la locura que impera en el campo de batalla. La tierra, los estandartes, los cadáveres y cada encendida partícula emergida al cruzarse dos espadas; de ahí emanan esos hermosos trazos antes mencionados, ascienden curvilíneos y erráticos hasta los cielos, donde una gigantesca luna carmesí acecha.

«Es cierto, la guerra aún no termina».


Los vientos un digno grito hicieron llegar a la humanidad, el nombre de un general caído en batalla; los soldados se retiran en silencio, los estandartes pasarían a ornamentar los yermos resultantes por la vehemencia del conflicto, las estructuras bélicas se desmoronarían con el tiempo y para aquéllos que hayan sobrevivido servirían como un recordatorio, los dolientes visitarían infinidades de tumbas consagradas con oraciones e inciensos, presagio de tiempos pacíficos eran.

Días eternos él observó antes de tal anuncio, nunca partícipe, contempló con absoluta curiosidad como entre hermanos se asesinaban por culpa de una ambición desmedida que únicamente beneficiaría a quién cierto lugar gobernaba. Notó en el susodicho bando la existencia de una motivación ajena a la lealtad o incluso al fervor que los representantes pueden llegar a inspirar; una fuerza que reside en todos y que incluso tras el óbito desgarra con cruenta lentitud la tierra bajo la cual muchos están enterrados, la sangre tras una intensa se había limpiado, pero aquél de ojos vacíos no solo la seguía viendo, sino que con el resto de caducos sentidos era capaz de percibirla, ya no existía un destino al cual acudir, por eso, los cúmulos invisibles evidentemente florecerían, no había ritual que no pudiese detener tal profecía y él nada para intentarlo haría.

El evidente abandono de sitios tan alejados lo guiarían hacia un recinto que buscaba ser reconstruido, amplio, de puertas abiertas pero vigilada por severos centinelas que perdieron, al igual que él, la candidez en sus miradas. Desde la distancia pudo observar la existencia de una ciudadela en el corazón de la civilización, un castillo anteriormente asaltado y la tristeza de un pueblo que lloraba por la muerte de aquéllos que las libertades pretendieron defender.
Buscó entrar, a ese sitio con el que no podía empatizar quiso pertenecer para saber su nueva vida no se resumía a simple vagabundeo, la tranquilidad nada duró, puesto que aquéllos guardias lo habían confundido con un superviviente de un sitio perdido, en todo ese tiempo de reformas concluyeron que siquiera la más inocentes de las vidas había sido perdonada, la excepción trajo revuelo y una esperanza prematura al creer que podían existir más como él.

Percibieron que no estaba herido a pesar del tinte de sus prendas, notaron que estaba pálido por más comida que le ofrecieran; la insistencia y las preguntas no eran precisamente incómodas, puesto que tal preocupación le permitió volver a vestir con dignidad, a encontrar en ese sitio una labor relativamente digna y a la evidente inserción a una sociedad a la cual intentaba comprender con cada nuevo amanecer; fingió disfrutar todo lo que ingería, también mintió al callar durante las noches y finalmente, en sentir alguna clase de sensación cuando hubo de relatar sus vivencias en aquél infierno del cual todos se horrorizaban, una mezcla de congoja, felicidad y asombro veía en muchos rostros, procuró imitar y razonar cuando correspondía expresarlos, mas las sensaciones seguían siendo recuerdos vacuos.

Aquél pensó que su lugar estaba en otra parte, fue ahí cuando por primera vez divagó en las puertas que abre una espada.

Aprendía rápido, demasiado para el promedio de los soldados. El entrenamiento no lo agotaba, las noches las utilizaba para expandir ese conocimiento al cual se había expuesto, se resguardaba toda la información como si de una máquina se tratase; la falta de distracciones, la insipidez mental que había adquirido a orillas del abismo comenzó a hacer la diferencia, bajo el juramento del honor y la pleitesía a dioses desinteresados se le entregó autoridad ante la población y una jerarquía que estaba muy por debajo a la de cierto hombre cuyas órdenes debía de obedecer, uno de los seis generales al servicio de su señor, qué residía en la atalaya.

El inicio de una campaña movilizaría las tropas, no se trataba de una nueva guerra sino de esclarecer un rumor proveniente de una fuente ignota. Movimiento en lugares arrasados por el fuego, en antiguos campos de batalla y en cementerios dispuestos al homenaje de todos aquéllos muertos; la población había sido reducida drásticamente, el temor de una nueva invasión no incentivaba a nadie a alejarse de los muros, cosa que era extremadamente perjudicial debido a una futura escasees de alimentos. Si existían personas usurpando terrenos entonces había que eliminarlos o inducirlos a formar parte de aquella unidad necesitada del trabajo de sus pobladores; no había una necesidad de alzar las armas nuevamente, mas aquéllos que fueron tanto enviados al exterior, como los que hallaban tranquilidad tras la protección de las murallas desconocían de lo que él había previsto.

La fraternidad quedó en el olvido en el cementerio más cercano, jamás olvidaría la cara de todos aquellos individuos que contemplaron por primera vez a un ser ajeno a su realidad. Los animales se inquietaron, el ambiente atestado por una fragancia hedionda se hallaba, sin mencionar que el sonido que vomitaban las gargantas de aquellas abominaciones perturbaban tanto el alma como la cordura de esos que pensaron el tener que enfrentar bandidos o ermitaños renegados. Temerosos, mas no permitieron que sus instintos imperaran, la prioridad era cumplir con las órdenes y así fue como, desconociendo al enemigo, lucharon confiando en la ventaja que dan las multitudes. Los engendros eran ciegos cuadrúpedos cuya piel estaba hecha de cenizas y de un material que impedía la fatalidad de un corte limpio; eran grandes, veloces y actuaban con una cólera desmedida.
La victoria se obtuvo, pero el precio fue demasiado alto. Muchos en ese lugar murieron mientras que otros tendrían que ser trasladados de vuelta a la ciudadela por culpa de las heridas sufridas; solo los más hábiles prevalecían y el general al mando creyó que con ellos la campaña aún sería fructífera.

Congeniar, compartir un terror y hablar acerca de lo que todos sintieron en esa corrupta lid; fingir haber sentido lo mismo, compartir los detalles de cómo luchar contra tales entidades. Protección imperfecta, velocidad con la cual se puede competir, habilidad entregada por los años y un nefasto conflicto como primeriza experiencia, él fue el único de los prematuros ingresantes en sobrevivir y eso fue suficiente para darle la misma jerarquía que el resto.

Noches de descanso en la intemperie, entrenamientos y estrategias que los separa de la brutalidad del nuevo enemigo; a veces eran monstruosidad cuadrúpedos, en otras ocasiones eran bípedos que portaban la protección y el armamento de los antiguos caídos. La conclusión de que eran las almas resentidas de los soldados muertos no era una locura, por eso mismo aquella misión tomó un tono espiritual, creían ellos salvar almas, ser la voluntad de sus dioses en ese mundo, mas ellos desconocían que la exposición a tales engendros gangrenaba su sanidad.

«Ellos son la prueba de que los dioses se han olvidado de nosotros».



Sentimiento Perennes


Naturalmente, su intelecto había dejado de ser humano. Diáfano, cuando desvainaba su espada lo único que debía hacer era encontrar una abertura en la defensa de su adversario, un solo enfrentamiento en plena incertidumbre bastó para leer por completo a aquellas criaturas engendrados por el odio; armamento idéntico elimina la improvisación de los patrones, fuerza bruta y agilidad no son problemas para quién no duda, tampoco teme a la muerte e incluso está dispuesto a lastimarse si eso implicaba ganar el combate, muchas veces fue atravesado por la espalda por una hoja malintencionada, otras veces recibió cortes en las muñecas, incluso golpes con extremidades que eran suficientes para desquebrajar la estructura ósea de un humano ordinario, mas no era su caso, siempre se levantaba intacto, siendo su armadura la única que acaba dañada por aquellos desafortunados intercambios.

¿Cuántas veces había muerto? ¿Qué significaba para él un final que simplemente no llegaba? Cada vez que pisaba la lid intentaba rememorar la primera experiencia en esa nueva vida, ¿qué sintió cuando estuvo a punto de perder por completo la visión entres las llamas y la putrefacción? Irónicamente, enmudecido rogó por su muerte y al final eso es lo que obtuvo, una vacua mirada esmeralda que penetra en el adversario mientras con una de sus manos sostiene el filo de un arma que no puede hacerlo sangrar, no interesaba la fuerza de la presión impuesta por su extremidad, siquiera la frigidez de la espada que pretende ejecutarlo.

¿Ocurrirá lo mismo con esos a su alrededor? Entre la muerte sobrenatural a aquéllos a quienes llamó camaradas observó incapaz de gesticular, por unos instantes creyó sentirse comprendido, atrapados en aquel abismo reflejado en sus ojos, mas al alejarse del campo de batalla y de rezar por quienes no pudieron contemplar el crepúsculo, volvieron los guerreros a sentir esa humanidad que a veces los empuja al deceso.

Semanas que terminaron por transformarse en meses, reintegración de territorios tomado por abominaciones y el jolgorio de una victoria prematura. Todos los sitios relacionados por la antigua guerra con excepción de uno, el general que servía al señor que traicionó el tratado de paz que regía como regla primordial en la nación.

El ascenso por el monte separaba la gloria de la nulidad, un incendio lejano que los guía y a la vez apresura; ansias de victoria motiva a los humanos, el bienestar de una nación o quizá las recompensas individuales resumidas en condecoraciones y vicios reprimidos; nada de eso a él lo podía convencer, desde la lejanía al resto observó para finalmente en los cielos apreciar como en la prematura cima aquellos trazos curvos de color carmín y dorado; un nuevo vástago del odio estaba floreciendo.



El horizonte de la guerra.

Yermo circundado por el fuego, una silueta al final del camino, figura equina que en su ascenso se transforma en un fornido hombre que su propia cabeza sostiene con la zurda mientras que la diestra su arma insignia empuña; una gigantesca lanza que la vida de cientos de hombres había arrebatado.
Como si hubiese vaticinado la llegada de aquél ejercito elitista. El oponente era aterrador, gigantesco en comparación al resto de las criaturas; quién a cargo de todos estaba anunció que aquél era el letal general caído y que asesinarlo era más que necesario para poder asegurar la paz que tanto se anhelaba. Los hombres temían, aquél resucitado lo observó con claridad, siquiera en la primera batalla sintieron tanto pavor. Vacilaban, sus almas temblorosas parecían no querer escuchar los aullidos del orgulloso jefe que genuinamente creía que la palabra de su señor era absoluta y que este velaba por la integridad de su territorio.
Un avance contra un solo enemigo, la grotesca e improvisada unión de la cabeza con el cuerpo y un grito que aviva las llamas y enloquece a los mortales. De un momento a otro las órdenes, el orgullo y los dioses fueron olvidados por quienes sentían verdadero miedo, las víctimas se enceguecieron por un odio sembrado por cada engendro asesinado, entre hermanos se atacaron como si la aversión proviniera de algún pecado imperdonable. Los pocos cuerdos que eran regidos por sus antiguos valores poco pudieron hacer; habían olvidado que el arma más peligrosa a disposición del inhumano enemigo era la incertidumbre y fue con esta qué el caído general dio su más terrible golpe, en aquél violento océano, el degenerado centauro cabalgó hasta llegar a su objetivo primario, quién era líder y último pilar moral de la corrompida milicia.

Sangre humana finalmente era derramada, el ciclo del odio una vez instalado no podía romperse, los caídos sentirían rencor en plena confusión, maldecirían a los dioses, a sus padres y a los improvistos adversarios. Un nuevo general caído, anhelos frustrados que rencarnan como verdaderos demonios malformados. Tal pensamiento emergió de la oscuridad del pensamiento del de ojos claros, asesinó y fue asesinado incontables veces en la caótica disputa, pero su verdadera prioridad se encontraba en la integridad de quién era su general, su supervivencia era clave para crear un flanco en el inevitable ritual; para ello a lo premeditado tuvo que enfrentar, porque un ser humano no podría jamás derrotar a aquél engendro nacido para cumplir esa única función.

Se abriría paso, en ese momento no lo sabía, pero rememoraba una sensación que confundió con una leve ascua de vida, aquello lo sintió cuando pretendió escapar del incendio de la aldea protegida por el monte, mas en esa nueva oportunidad sabía que no podría ser víctima de la impotencia. La causalidad de llegar en el momento preciso de su ejecución y evitarlo interponiendo su propio cuerpo, el desvelar del motivo por el cuál había destacado tanto como soldado y del porqué seguía vivo a pesar de todas las batallas experimentadas, la lanza que por decreto imponía la muerte fue ignorada por su extraño cuerpo incapaz de sangrar, sus ignotas entrañas impidieron el paso de la hoja, entregándole la oportunidad a aquél de alto rango de cambiar la historia y malograr planes enmarañados qué, claramente, no contaban con su aparición.

El mismo destino de antaño, la decapitación que conlleva a la destrucción de un cuerpo profanado, un camino creado que es visto con ojos horrorizados en medio de una lid en la que solo se hallaba un ser vivo, puesto que aquél penetrado por la lanza no era sino algo incapaz de ser explicado; un milagro o intervención divina, todos los conceptos a su alcance eran errados y el no poder comprenderlo provocaba un extraño pánico.

Le explicó, aquél guerrero inmortal plagado de heridas le explicó a su superior todo lo vivido, lo que podía observar, lo que comprendía y por último lo que había concluido tras el final de esa desoladora batalla.

La conclusión había sido una sola:

«El derramamiento de sangre, el conflicto, el honor, el orgullo como guerrero nada en mi han provocado».

Desertar, no le interesaba ninguna recompensa. Con la misma frialdad que actuó durante toda su efímera existencia sentenció, buscar una espada que no estuviese infestada por demasiada sangre y perseguir un horizonte diferente al recién vivido, mas tal pretensión sería irrumpida por las firmes manos del general, qué a pesar de saber la verdad lo detuvo, el extraño le había salvado la vida y estaba obligado por su complejo código de vida a remunerar esa deuda.

Juntos bajaron el monte, fraternizaron con las limitaciones evidentes que entre ambos habían. De todo lo hablado aquél sin nombre comprendió y mientras la voz ajena resonaba en el bosque desolado esquirlas de humanidad terminaban por borrarse en el único intento que tuvo de empatizar, la última lección del general, como el arte de la espada él grabó esos conceptos definidos para utilizarlos una vez estuviese lejos de su guía.

Al traspasar los muros un silencio sepulcral invadió a los pobladores, no podían creer que un general herido y sin su caballo llegara ayudado por el hombro de un soldado cuya armadura se encontraba destrozada, bañado de sangre ajena. El anuncio de la llegada atrajo la presencia del resto de los cinco generales, la reunión proseguiría con el encuentro con aquél que a todos gobernaba.
En la atalaya todo se desveló, inverosímiles detalles que revelaron algo desconocido para todos, incluyendo el sabio señor que se dice poseía las virtudes de un dios. El extraño no fue recibido con alegría por ellos, sabían que era anómalo, que su existencia en realidad podía estar categorizada como un error, mas el general que lo acompañó rogó porque sus deseos fueran escucharon; un colofón que advertía la continuación de la lucha, de cómo energías imperceptibles moldeaban la realidad y la batalla que se llevaría contra el arquitecto que cruelmente tejió el plan. Una visión de sus ojos muertos era el único pago para permitirle marchar; el despojar de la armadura vencida, el entregar de prendas limpias y una espada consagrada en su honor, la cual sería recuerdo de todo lo que había vivido en esa región.

No sintió pena, solo una última mirada dio hacia la ciudadela antes de adentrarse en la perversidad del monte para buscar tras este algo diferente. Ocultó su mirada bajo un sombrero (kasa), mantuvo firme la espada a su lado y con aquellas humildes prendas marchó con una única satisfacción: su nombre.

«Gaikokujin, así me habían apodado».




La vetusta iluminación

Con sus huellas ornamentó la mitad de la nación, en sus ojos dibujó un lienzo que recorría a la perfección el cementerio estelar que era, en realidad, el firmamento nocturno. En solitario siguió una senda trazada por olvidados individuos; conoció poblados, maldiciones e ídolos sosegados cuyas ofrendas siquiera por los más impertinentes eran usurpadas.
El paso de las estaciones hizo de su viaje algo ameno; hubo regiones en los que la nieve caía descontrolada como las lágrimas de una deidad encadenada; otras en las que los árboles desnudos se mantenían inmóviles ante la aterradora briza del otoño y también aquellas en las que la niebla devorada todo horizonte, ocultando enfermizos espíritus que se habían encaprichado con la idea de convivir con la humanidad. Muchas veces desvainó su orgullosa espada al ser insistente la intención de impedir su inevitable proceder, mas la tierra fértil del oriente acostumbrada se encontraba a regar sus campos con sangre, por tanto, ningún pecado cometió y en caso de haberlo hecho muy poco le hubiese importado.

El hecho de narrar tal viaje con desmedida simpleza puede implicar la inapelable condena de exhibir invariabilidad, mas en una aldea sin nombre, por primera vez aquél escuchó el sonido de la plegaria; un hombre de recto porte y ojos miserables, junto a un mercado por limosna rogaba, aunque nadie accedía por el simple hecho de saber que su santo oficio era simulado. Por ignorancia o genuina bondad —que es lo mismo—un poco de su dinero le entregó, lo poco que acarreaba a pesar de no necesitarlo, puesto que lo ofrecido por los ciudadanos era absolutamente insignificante. Ese gesto llamó la atención del mentiroso quién se presentó como un monje caído en el fracaso, mas tal decadencia no implicaba verdadera necedad, la información acerca de su frustrada carrera le cobró y aquél extranjero no dudó en despojarse de sus sucias monedas por tal magnífico saber, evidentemente la inversión terminó por valer.

Miró a lo alto de un monte, apodada Tsubakuro por los lugareños; hogar de una deidad nativa y refugio de los que son verdaderos practicantes del oficio. Una propuesta que podía resultar indiferente de no ser por el riesgo que presentaba; le advirtió por piedad al de ojos muertos que solo quienes pudieran sobrellevar la maldad de la montaña eran dignos de cruzar las puertas del monasterio, el reto tomó, no por vanidad sino por el apostar a encontrar algo.

«Quizá en la tranquilidad encuentre algo».

Bosque impiadoso, sotobosque avaricioso, bestias viciadas, olor a putrefacción; el nevar atraído por el aliento de un dios, sospechosas marcas de muerte hallaron en los cadáveres regados a lo largo del tramo, ningún factor evitó que a las puertas del sagrado recinto llegara, y bastó con observar la magnificencia de tal estructura como para reconocer la naturaleza de su ostentación, llamó a la puerta a pesar de lo que vio, y el umbral sería accesible luego de muchos años.

«La muerte es la verdadera senda hacia la iluminación».
«El despojo es la llegada al vacío; en la nada la muerte yace por nosotros».
«Tributar a la muerte es acallar los llantos del alma».
«La esencia divina pudre el cuerpo, purifica el alma».
«La insolencia entre hermanos herejía resulta».
«Castigar el cuerpo es sanar la verdadera voluntad».
«La meditación llevará a las puertas de la verdad, mas nunca se abren».


Se entregó a todo ello; aprendió a golpear a sus hermanos sin la necesidad de utilizar el indigno filo de su espada por siempre enterrada en las puertas del monasterio; memorizó cada y uno de los cánticos degenerados y el nombre de Buda adoró, a pesar de que su naturaleza no era la descrita en las enseñanzas de otros templos. Ofreció su cuerpo a torturas inenarrables, a la hambruna estuvo dispuesto, mas la enfermedad ignoró su presencia. Intentó respirar el incienso ponzoñoso que ayudaba a alcanzar la iluminación y finalmente, en plena tormenta albina junto a sus hermanos cerró los ojos para adentrarse en la meditación; contra todo pronóstico en la oscuridad que yace en sus ojos se encontró.

Décadas sentado permaneció, navegó en un océano primordial que desconocía de límites en su profundidad. Las puertas de la infinidad, donde la oquedad yace y forjador del óbito dormita, encontró en la nada los hilos que unen su condición y finalmente fue consciente de que la humanidad hace mucho tiempo había abandonado contra su voluntad; nunca estuvo solo, su mirar no era propio como tampoco la capacidad de disfrutar tal pérfida libertad. Explicar o siquiera dilucidar lo en ese instante visto imposible sería en la lengua que se la ha ofrecido hablar, mas cuando la epifanía acabó se halló con la sapiencia intangible de armonizar con la auténtica identidad, sus hebras hechas de cenizas se encontraban y a su alrededor incontables momias que trascendieron en plena meditación.

Abandonado, probablemente había trascurrido una era antes de su despertar. El monasterio fue olvidado por los hombres, posiblemente su acceso resultó imposible para otra alma cuya curiosidad lo empujara a destino impensables; el cementerio de la hermandad sería, aunque fuesen muchos irreconocibles ante sus vacuos ojos.

«Ellos también alcanzaron la iluminación».






Estancado, el paso de las eras


La historia de Genji, los extranjeros atacaron la nación, las guerras feudales se extendieron en todo el territorio, la llegada de las armas de fuego, la quema de los templos, la unificación de la nación, los mercaderes y la colonización occidental. Revoluciones y progresos, los hombres adquieren dignidad, tratados y aperturas, el concepto de emperador se transforma. La vida allí cambia, la población se instruye y tras años de prosperidad el mundo en guerra entra. La vertiente de la violencia impera, la humanidad tiene contacto con la complejidad de la tecnología, un gran terremoto es seguido por la repentina iluminación de los cielos, muchas vidas en ese momento perecieron. La humanidad cruza las fronteras aéreas, la prosperidad acarrea los tiempos modernos y tras muestras de violencia tectónica, finalmente la indolencia de los hombres se arraiga a su esencia.

Mucho tiempo había pasado desde que abandonó el esoterismo de sus prácticas. El nombre que se hizo entre guerreros había desaparecido, nadie podía escribir acerca de sus silenciosas hazañas cuando la humanidad tanto pujaba en una carrera desesperada.
Adaptación a tiempos remotos, con los hombres se transformó para transformarse en una inocua sombra; la accesibilidad de recurrir donde se proyecte el Sol le permitía jamás hallarse con la excusa de la monotonía. A un acuerdo con su esencia llegó, puesto que en ese tiempo de búsqueda sin sentido aprendió de la necesidad del recato como también de la ostentación; quién a ningún sitio vuelve es extranjero del universo, por tanto, encomienda su vacua existencia a fingir que en la creación existía algo con lo que pudiera engañarse.

Contradicción, desde el primer día que sonrió con tal argumento se enfrentó, mas como él son no deben siquiera pensar en consecuencias, el actuar sin medida puesto que los conceptos y de los tejidos kármicos ha sido absuelto. Nada protagonizar es lo único a lo que ha renunciado para simplemente ser un equívoco evento que vaga pretendiendo absolutamente nada.




[med]Habilidades: fundamentales.[/med]

Libertad: La entidad que poseyó el agónico cuerpo de aquél humano de antaño posee una característica innata y es la verdadera libertad. Dicha propiedad se entiende como la liberación a cualquier ley, concepto, límite, destino, predestinación o cualquier clase de jurisdicción, independientemente de su origen. Tal capacidad de no verse limitado resulta inconcebible para el intelecto humano, por tanto, cuando aquél “individuo” tomó la decisión de tomar posesión parcial de un cuerpo humano, manipuló y restringió esa capacidad de verse desentendido con cualquier límite, acotando tal capacidad en: mental, movimiento (la habilidad de poder moverse a cualquier sitio o instante) conceptual (inmunidad a la imposición de conceptos), jurisdicción y biológica (no puede ser considerado como un ser vivo ya que no posee las condiciones necesarias para caer en esta categoría) Respecto a las otras limitaciones es igual de vulnerable que cualquier ser humano, habiendo sido su decisión jamás traspasar los límites de esta especie, no obstante, se mantiene en los parámetros máximos de la raza, es decir que podría considerarse como un humano en el culmen de su condición, independientemente de lo que su apariencia muestre.

Tsubakuro: Los monjes del templo Tsubakuro eran especiales respecto a sus enseñanzas. Respetaban muchas de las prácticas y disciplinas propias del budismo, no obstante, ellos se alejaron de la política nacional y terminaron por aislarse de la sociedad para finalmente verter sus enseñanzas por medio del esoterismo, terminando en una degeneración que encuentra sus génesis en la búsqueda de la iluminación a través de la muerte.
La instrucción terminaría por volverse violenta, la constante búsqueda de magullar el cuerpo en pos de un fin trascendental visionarios los hicieron en el arte de inducir la muerte en el prójimo; lejos de utilizar armas como la mayoría de otros monasterios, estos se centraron en la utilización de las extremidades: tallaron sus puños a base de heridas, temblaron sus cuerpos por medio del dolor y rehusaron a la fragilidad corporal a través del consumo enfermizo de sustancias que terminaron, en su conjunto, de forjar una patología que sería alegoría de su íntima conexión con la muerte. Por obvios motivos él se encuentra inmune a tal enfermería, no obstante, aquella sapiencia aleccionada no solo implicó un cambio, sino que también le permitió acceder a un estilo de combate que destaca en la provocación de luxaciones en el adversario, generalmente por medio de distintos agarres que exponen sus articulaciones a excesiva tensión o a golpes dados con las extremidades del usuario. El uso de puños, codos y piernas en su totalidad también ha sido contemplado, y aunque su implementación sea para atacar directamente las articulaciones, personalmente él ha aprovechado su condición para ser más dinámico, ¿y por qué no? un poco más acrobático. Claro qué, la idea de este arte marcial es la acabar el combate rápido, nunca prolongarlo.