Dolor y placer: una mezcla que invariablemente teñía sus encuentros, en los albores de un erotismo rayano en lo salvaje. Cada expresión de amor y deseo que sucedía entre ambos obedecía a esas sensaciones primarias, deliciosas, enervantes; como el erizar de su piel demostró, o el sonido mitigado que traspasó su garganta en una clara muestra de goce durante el beber de Chordeva. Mas se rehusó a representar un papel pasivo por largo tiempo y, tomándola por la cintura, ahogó su aliento con los propios labios, besándola con tal vehemencia que hubo de encontrarse con el gusto metálico de sí mismo aún perdurando en su esposa.
De ninguna manera habría de cejar, por lo que, usando la lengua, limpió todo rastro de su esencia al pugnar con su igual que le esperaba con impaciencia.

Sobraba dignarse en responder con palabras, cuando su mirada podía hacerlo mejor, harto significativa: la que siguió, implacable, los andares de Chordeva hasta que se vio forzado a bajarla un poco en vistas de compensar la diferencia de estaturas y poder seguir desafiándola, con sus ojos clavados en los ajenos. Pero, en vísperas de que ella cumpliera su palabra, permitió con toda docilidad que ella tomase posesión de su rostro y después los labios, sabiendo que nada iba a detenerla ahora. Un pequeño, casi inadvertido, suspiro emanó de él cuando sintió el pequeño dolor agudo de la laceración y, de inmediato, el manar de la sangre que calmaría la sed de su esposa.