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Ramsés, también conocido como Ozymandias, escuchó las palabras de Eugeo con una sonrisa irónica en su rostro. Su mirada era feroz y dominante, pero no había malicia en sus ojos, solo un deseo ardiente y una intención inquebrantable.

—¿Así que soy tuyo, Eugeo? — preguntó, su voz profunda y llena de autoridad. Cada palabra que pronunciaba era un desafío, una provocación. —No creo que entiendas lo que significa reclamar a un faraón como suyo.

En un movimiento rápido y seguro, Ramsés atrapó a Eugeo en sus brazos, presionándolo contra su pecho. Sus manos recorrían el cuerpo de Eugeo sin descanso, explorando cada centímetro de su piel con un toque que era a la vez exigente y possessivo.

—Me perteneces tanto como yo a ti, Eugeo. — Su voz era un susurro contra el oído de Eugeo, sus palabras tan intensas como el deseo que sentía por él. —Eres mío, y voy a demostrarte exactamente lo que eso significa.

Con un movimiento suave pero firme, Ramsés volteó a Eugeo, presionándolo contra la pared. Su mirada era intensa, sus ojos llenos de una pasión ardiente y una determinación inquebrantable.

—Te atreves a desafiarme, a decir que soy tuyo. —Sus palabras fueron un rugido, su ira fingida y su dominio evidente. —Te mostraré tu lugar, Eugeo. Te mostraré lo que significa ser mío.

El impacto de sus palabras era tan potente como su toque, cada caricia de Ramsés era una afirmación de su dominio, una declaración de su propiedad. Eugeo no tuvo más remedio que someterse, su cuerpo cediendo ante la fuerza de la pasión de Ramsés.

Esa noche, Ramsés no solo demostró su dominio sobre Eugeo, sino también su amor por él. No importaba cuán duro fuera Ramsés, cuán exigente fuera su toque, cada gesto y cada palabra estaban llenos de amor. Porque al final del día, Ramsés no solo quería a Eugeo como suyo, también quería ser de Eugeo. Y esa era una verdad que Eugeo entendía perfectamente.