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Me llamaron hereje, ahora están muertos
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DIANA
EL DESDÉN DE LA LUNA
Diana no pertenecía al Monte Targón. Un grupo de cazadores Solari la descubrió envuelta entre sus padres congelados: forasteros en una tierra desconocida, era evidente que habían recorrido un largo camino. Los cazadores la llevaron a su templo, la cuidaron y la criaron como un miembro más de las Tribus del Último Sol, conocida por muchos como los Rakkor.

Como todos los practicantes de la fe Solari, se sometió a un riguroso entrenamiento físico y religioso. Sin embargo, a diferencia del resto, Diana estaba empecinada en comprender por qué los Solari se comportaban de esa forma, así como el razonamiento detrás de sus creencias. Solía pasar sus noches investigando en las bibliotecas; devoraba textos con la tenue luz de la luna como única fuente lumínica para leer. Paradójicamente, esta búsqueda arrojó más preguntas que respuestas, mientras que las réplicas aforísticas de sus profesores no lograron saciar su mente inquisitiva.

Cuando Diana se percató de que había tomos con capítulos enteros arrancados y que todas las referencias sobre la luna habían desaparecido, recibió duros castigos por parte de sus maestros, quienes pretendían agotarla hasta llevarla a la devoción. Asimismo, sus compañeros discípulos se distanciaron de ella y de su curiosidad.

Durante esos años de confusión y exasperante soledad, hubo un faro brillante en su vida: Leona. Al ser la más devota entre los compañeros de Diana, solían entablar debates acalorados. A pesar de que ninguna de las dos lograba persuadir a la otra en aquellas conversaciones prolongadas y frecuentes, desarrollaron una amistad cercana.

Después, durante una noche gloriosa, Diana descubrió un hueco oculto en las profundidades de la montaña. La luz de la luna se derramaba por sus muros y revelaba imágenes del sol, de soldados con armaduras doradas junto con guerreros blindados con trajes plateados. Sobre la cima más alta del Monte Targón, encontró imágenes correspondientes a la luna. Encantada, Diana se apresuró a compartir este mensaje con Leona: ¡después de todo, el sol y la luna no eran enemigos!

A Leona no le gustó esto.

Le pidió a Diana que silenciara por completo la herejía que había en su mente y le advirtió de los posibles castigos que podría sufrir si hablaba de estas cosas con otros. Diana nunca había visto a su amiga tan seria.

La frustración la carcomía. Había llegado al límite del conocimiento Solari, pero ni siquiera Leona tomaba en cuenta este nuevo descubrimiento. ¿Qué escondían los Solari? Diana estaba cada vez más convencida de que había un solo lugar al que podría ir en busca de respuestas: la cima del Monte Targón.

Para ella, el ascenso representó una prueba de todas las maneras posibles; el tiempo parecía detenerse mientras escalaba la montaña. Para sobrevivir, concentró sus pensamientos en su solitario acompañamiento, y las respuestas que mejorarían a los Solari, que los completarían.

La cima le dio la bienvenida con la luna llena más brillante que jamás hubiera visto. Tras un momento de euforia, un haz de luz lunar la cubrió y pudo sentir cómo una presencia tomaba control de su ser y le compartía destellos del pasado y de otra fe Rakkor llamada los Lunari. Diana se dio cuenta de que esta presencia solo podía ser uno de los aspectos legendarios y que ella había sido elegida como su huésped.

Una vez que la luz se disipó, su mente volvió a ser solo suya. Diana ahora portaba una armadura, empuñaba una espada creciente y su hasta entonces oscuro cabello ahora destellaba en tonos plateados. Luego, se dio cuenta de que no estaba sola: Leona estaba de pie a su lado, ornamentada de forma similar, pero con una armadura brillante y dorada, un escudo tan resplandeciente como el amanecer y una espada entre sus manos.

Diana estaba muy emocionada de poder compartir este momento de revelación con su amiga, pero Leona solo podía pensar en regresar con los Solari. Diana le rogó que no lo hiciera, tratando de disuadirla con desesperación para que enfrentaran este nuevo futuro juntas. Pero Leona se negó y su desacuerdo pronto se convirtió en una batalla titánica de la cual brotaron luz lunar y fuego solar.

Temerosa de sucumbir ante el poder del aspecto, Diana terminó por huir lejos de la montaña. Pero ahora, impulsada por su búsqueda, se sentía más segura que nunca de que cuestionar las enseñanzas de los Solari había sido lo correcto. Era hora de enfrentarlos y demostrarles el error de sus acciones.

Tras escabullirse de los guardianes Ra'Horak, Diana irrumpió en los aposentos de los sumos sacerdotes. Escucharon horrorizados lo que ella narraba sobre su descubrimiento acerca de los Lunari. Después, la acusaron de herejías, blasfemias y falsa idolatría. La rabia se apoderó de Diana, amplificada por el aspecto que llevaba dentro, la cual detonó un estallido de luz lunar. Sorprendida, huyó del templo, dejando a su paso una estela de muerte.

Ahora, motivada por visiones y recuerdos que no son del todo suyos y por atisbos de un conocimiento antiguo, Diana se aferra a las únicas verdades que conoce con certeza: que los Lunari y los Solari no necesitan ser enemigos y que hay un propósito más grande para ella que ser simplemente una acólita Solari del Monte Targón.

Y, aunque ese destino aún es incierto, Diana lo buscará, cueste lo que cueste.

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TRABAJO NOCTURNO
La noche siempre fue el momento favorito de Diana, aun cuando era niña. Había sido así desde que tuvo la edad suficiente como para trepar las murallas del templo de los Solari y observar la luna atravesando la bóveda estelar. Alzó la vista hacia el denso follaje del bosque, con sus violáceos ojos en busca de la luna plateada, pero solo vislumbró su brillo difuso a través de las espesas nubes y ramas oscuras.

Los árboles bloqueaban la vista, negruzcos y cubiertos de musgo, con sus ramas que parecían brazos retorcidos y estirados hacia el cielo. Ya no distinguía el camino, su ruta había sido oscurecida por la espesa maleza y el brezo enmarañado. Las espinas rasparon las placas curvas de su armadura, y Diana cerró los ojos al sentir un recuerdo retorciéndose en su interior.

Sí, un recuerdo, pero no era el suyo. Era otra cosa, algo extraído de las memorias fragmentadas de la esencia celestial con la que compartía su cuerpo. Al abrir los ojos, una imagen reluciente de un bosque se posó sobre los árboles apretujados que tenía enfrente. Pudo ver los mismos árboles, pero en una época diferente, cuando el bosque era joven y fecundo y el sendero entre ellos estaba iluminado y era bordeado por flores silvestres.

Al haberse criado en los hostiles entornos del Monte Targón, Diana nunca había visto un bosque como este. Sabía que lo que presenciaba era un eco del pasado, pero los aromas a jazmín y madreselva eran más reales que ninguna otra cosa que haya experimentado.

—Gracias —susurró, mientras seguía el contorno espectral del camino ancestral.

El sendero condujo a Diana entre árboles enormes y marchitos que habían muerto hace mucho tiempo. Escaló las laderas de las colinas rocosas y atravesó campos de pinos y abetos silvestres. Cruzó riachuelos montañosos y rodeó escarpadas laderas hasta llegar a una llanura rocosa situada en las cercanías de un enorme lago de agua fría y oscura.

En el centro de la llanura había un círculo formado por piedras imponentes, cada una tallada con espirales serpenteantes y sellos en forma de curva. En cada piedra, Diana pudo ver la misma runa que resplandecía en su frente, y con ello supo que había llegado a destino. Su piel se estremecía con una sensación de anticipación febril, una que había llegado a asociar con la magia salvaje y peligrosa. Diana se aproximó recelosa al círculo, con los ojos en alerta ante cualquier amenaza. Diana no pudo ver nada, pero sabía que allí había algo, muy hostil, pero familiar en cierto sentido.

Avanzó hacia el centro del círculo y desenfundó su espada. Su hoja de media luna relucía como un diamante en la débil luz de luna que penetraba a través de las nubes. Se arrodilló con la cabeza inclinada, con la punta de la espada en el suelo, con el mango a la altura de sus mejillas.

Los sintió antes de poder siquiera verlos.

Un descenso súbito en la presión. Una carga pura en el aire.

Diana se puso de pie cuando los espacios entre las piedras se dividieron en dos. El aire se torció y un trío de bestias chirriantes la atacó con una velocidad feroz; seres de carne blanca, armadura de caparazones de hueso y garras de acero.

Terrores.

Diana se sumergió bajo una mandíbula quebrada repleta de dientes de marfil pulido, y arremetió con su espada en un arco sobre su cabeza, lo que atravesó el cráneo del primer monstruo hasta sus hombros. La criatura cayó abatida, y su carne se deshizo instantáneamente. Diana dio la vuelta mientras los demás la rodeaban como una manada de cazadores, atentos a su hoja resplandeciente. La criatura que había matado ahora parecía una poza de alquitrán burbujeante.

Volvieron a arremeter, uno a cada lado. Su carne ya presentaba heridas violáceas que silbaba en la atmósfera hostil de este mundo. Diana saltó sobre la bestia a su izquierda y asestó con su espada en un arco creciente hacia las placas de sus cuellos. Gritó una de las palabras sagradas de los Lunari y la espada resplandeció con una luz incandescente.

La bestia explotó desde adentro, y sus trozos de carne retorcida comenzaron a desintegrarse ante el poder de la espada lunar. Diana aterrizó y alcanzó a esquivar el ataque de la última bestia. Pero no fue suficientemente rápida. Las garras filosas de la bestia perforaron el acero de sus hombreras, lo que la arrastró por el suelo. El pecho de la bestia se abrió por la mitad, lo que reveló una masa pegajosa de órganos y dientes afilados. Alcanzó a morder la carne de su hombro y Diana gritó mientras un frío paralizante se extendía desde su herida. Diana giró su espada sosteniendo el mango como una daga y arremetió contra el cuerpo de la bestia. Esta gruñó soltando a su presa. Un humeante icor negro supuró de su cuerpo destrozado. Diana se alejó de un giro mientras soportaba el dolor que recorría su cuerpo. Apartó su espada lunar mientras las nubes comenzaban a separarse.

La bestia había probado su sangre y ahora bufaba con un ansia depredadora. Su apariencia blindada se había convertido en un negro brillante y púrpura venenoso. Desplegó sus brazos afilados y los reacomodó en la forma de un abanico de ganchos y garras. Su carne fluía de forma anormal como si fuera cera para sellar la horrible herida que había abierto la espada de Diana.

La esencia en el interior de Diana emergió. Llenó sus pensamientos con un odio inmortal de una época distante. Diana vislumbró batallas ancestrales tan terribles que se habían perdido mundos enteros en su lucha; una guerra que casi había extinguido a este mismo mundo y que aún podría hacerlo.

La criatura se abalanzó contra Diana, con el cuerpo ondulante de poder puro proveniente de otro plano de la existencia.

Las nubes se separaron y una brillante luz plateada bañó el lugar. La espada de Diana bebió de la radiante luz de lunas distantes y su hoja resplandeció de energía. Asestó su golpe en un arco de ejecución y clavó los huesos de placas y los tejidos de la bestia con el poder de la iluminación nocturna.

La bestia explotó en una detonación de luz que deshizo su cuerpo por completo con el impacto. Su carne se fundió con la noche, y dejó a Diana a solas en la llanura con el pecho latiendo con fuerza mientras el poder que había adquirido en la montaña retrocedía hacia los rincones más lejanos de su carne.

Diana visualizó imágenes de una ciudad de ecos vacíos que alguna vez había latido con vida. La tristeza la invadió, a pesar de que nunca había conocido este lugar, pero mientras se lamentaba por ello, el recuerdo se esfumó y volvió a ser la Diana de siempre.

Las criaturas habían desaparecido y las piedras en círculo brillaban con haces de un resplandor plateado. Liberado del toque del lugar lleno de odio al otro lado del velo, su poder curativo se filtró en la tierra. Diana sintió cómo se esparcía en el paisaje, a través de rocas y raíces hasta llegar al mismo centro del mundo.

—El trabajo terminó por esta noche —dijo—. El camino está sellado.

Regresó al lugar donde el reflejo de la luna resplandecía en las aguas del lago. La estaba llamando, con su irresistible fuerza arraigada muy dentro de su alma mientras la impulsaba a seguir avanzando.

—Pero siempre habrá otra noche de trabajo —dijo Diana.

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