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A veces la gracia del destino encendía una vela en la oscura y fría penumbra. Era una llama pequeña, que indistintamente ante su tamaño, lograba calentarle las manos y el corazón.

Había días que despertaba agotada, no físicamente sino mentalmente en particular: Noticias de muertes y victorias; del avance del ejército de los muertos, y de la lucha de los suyos por retener el paso de éstos. A veces se celebraba en el salón de Winterfell, y a veces se brindaba en nombre de los caídos.

Y sin importar qué tan afligida estuviera su alma, o sus ánimos, siempre estaba esa luz al fondo del pasillo.

Y esa luz de fuerza siempre provenía de su Rey Jon. Y de la pequeña y poderosa vida que había sembrado en su vientre.

Ese día, entre todos, se sintió una mujer feliz. No una Regente: una mujer feliz.

¿Cómo no desear seguir adelante y salir avante de todas las batallas que ambos tenían por delante? Acariciaba el cabello de su amado Rey Norteño, congraciando sus cicatrices con cariños
Algunos días se encontraba con ella en los pasillos del castillo norteño por accidente, algunas veces más contadas se la encontraba a solas. Aquella tarde se topó con ella a solas e inició lo que se volvería una tradición secreta entre ellos dos.

El Rey en el Norte dobló la rodilla ante su reina y su príncipe o princesa. Su mirada yacía en los ojos amatista de la reina Valyriana, marcados por su agradecimiento. Prestó su atención al vientre de su amada, colocando ambas manos sobre este. Manipuló sus prendas por sobre el firme niño en gestación, con las manos y el corazón desnudo. Prestó su mejilla al vientre, cediendo al anhelo que tenía por su calor.

Se incorporó, tomándole de ambas mejillas, marcando sus pómulos con la yema de sus pulgares. Robó un beso pausado a su pequeña boquita y dio una pequeña caricia a su mano conforme seguía su camino por aquel castillo. Ella sabía lo que su rey le decía sin palabras.

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