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Css1563493 · 31-35, M
Era como si el viento se convirtiese en oboes, o el rumor de la vida escondida bajo la nieve tomase la forma de palpitaciones; Sirius podía sentir los impulsos y pulsaciones en el ambiente, percibiéndolos como señales en una partitura y dándoles vida a la vez; componer era algo natural para él, quien aprehendía esas sutiles vibraciones y las trasladaba al piano, violín, clarinete, o cualesquiera que fuese el instrumento apropiado para transmitir la emoción del momento. A falta de hojas, una rama seca sirvió al propósito, trazando sobre la nieve las huellas de la música sistematizada a medida que Sirius imaginaba cómo podrían plasmarse en escritura. No importaba que la posterior nevada cubriera sus señales: él les daba forma para memorizarlas, interpretarlas en su fuero íntimo y apropiarse de ellas, con la esperanza de que, algún día, instrumentos reales les darían vida; su ambición se enfocaba en ello, en la realización de las mil y una melodías que moraban en su interior.
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Finalmente, tras una larga caminata, se halló delante de un paraje apartado, donde solo algunas rocas protegidas por la nieve esperaban: el lugar perfecto para hallarse a sí mismo, y a las notas que pugnaban por salir de su pecho. Tomar asiento en un montículo y cerrar los ojos fueron acciones que ejecutó al unísono, acomodándose lo mejor que pudo sobre una piedra de buen tamaño, digna de servir como asiento. La música comenzó a fluir a través de él, magnánima y sempiterna, prestando un trozo de sí misma al varón para que éste la plasmara; los sonidos cobraban forma como imágenes dentro de su mente, evocando recuerdos y sensaciones que él se apresuraba a representar en un pentagrama imaginario - ojalá pudiese hacerlo en papel, mas su paupérrima condición se lo impedía.
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Pero, ¿cómo podría encontrar inspiración en la nada? Los animales se habían retraído, y los ecos morían, apenas alimentados por el rumor del viento o por las pisadas ahogadas del mismo varón que, sin saber a dónde se dirigía, dejaba atrás sus huellas sobre la nieve, internándose en el corazón de la arboleda mustia con una determinación que raras veces nacía en él. Era como si algo lo llamara, atrayéndolo con las promesas del arte (y la voz seductora, hechicera, que solamente esa fuente podía ofrecer) para encontrar su final entre el hielo embellecido al convertirse en hojuelas, cristales simétricos que, en conjunto, creaban montículos, sendas, lápidas insensibles a las verdades del osario. ¿Moriría ahí? Esa era una pregunta aún sin respuesta, una que no se hizo mientras caminaba; no necesitaba mayor acicate que la necesidad de crear; un sentimiento que nunca podía sacudirse, pues era el impulso primario de su ser.
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En uno de esos parajes se había internado Sirius, llevando a partes iguales por la melancolía y la necesidad de una soledad que antaño se le había antojado nociva, pero ahora lo llamaba con la voz seductora de una amante esperándolo. ¿Qué mejor cuna para las sinfonías que el silencio? Entre los vestigios de la naturaleza aletargada por las bajas temperaturas, en el corazón de la floresta muerta, podrían esperarlo las mejores notas, morando en su mente, pero no por ello menos reales. Un sencillo abrigo - no podría permitirse más, aún era un adolescente carente de los efectos más comunes; el orfanato no se distinguía por dotar a sus pupilos de lujos, o necesidades superfluas según sus términos - cubría su enjuta humanidad, apenas dándole protección contra el eolo artero que ya había llevado su hálito glacial a otros sepulcros; era una de las pocas "riquezas" que se pudo permitir tras una larga temporada de trasponer ochavos, dándoles refugio en una caja de latón.
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Aquel invierno fue más frío que los anteriores. El viento amenazaba con colarse bajo los huesos y dejar su estela de cuchillas en los nervios, abrazando el hálito de la muerte con la premura de un sepulcro prometido; quizá, allende las fronteras de la ciudad, los habitantes de los pueblos enfrentaran la crudeza de un Diciembre donde los cultivos morían y las esperanzas junto con ellos, feneciendo bajo la guadaña de una Muerte con hielo en las venas; los bosques, marchitos y cansados, podrían estar dejando sus tributos de hojas muertas sobre la nieve blancuzca, tumbas gélidas otrora repletas de vida que daban cobijo a fauna y flora por igual. Un cuadro tétrico, mas hermoso en grado sumo: ¿qué más podría pedirse a la última estación del año, sino su manto albo recubriendo los suelos, cayendo de las ramas en sendos copos, dándole a la tragedia un nuevo sentido de belleza?

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