De los labios masculinos escapó una pequeña risa. No era la primera vez que notaba cómo la diaconisa evitaba, a última hora, pronunciar el nombre de la Gran Maestra. Él, en un acto juguetón, alargó la mano hasta el cabello de la pequeña y la agitó, buscando alborotar sus mechones.

— Quizá no. Pero cuando crezcas y tengas su edad serás tan hermosa como ella. Te lloverán los pretendientes.

¿D-de verdad cree eso?

– Desvía su mirada hacia el suelo, un tenue enrojecimiento se aprecia en sus mejillas, además –.

Me halaga. Muchas gracias. Aunque no se puede comparar con la belleza de Je… de la Gran Maestra.

— Definitivamente la belleza viene de familia. Aunque será mejor que la Gran Maestra no me oiga.