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[Recuerdos: 1.]
 
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Alerc · M
Cada vez era más frecuente ver comerciantes foráneos y extranjeros, atraídos por la creciente actividad económica del lugar. Por ellos, Almeric siempre tenía trabajo, a pesar de no ser siquiera un adolescente; sus espaldas y brazos nunca se negaban a dar algún servicio, así fuera a cambio de unos ochavos. Sí... Se merecía esa pausa.

Pasados unos minutos - y tras una breve carrerilla, pues la caravana iba con mayor velocidad de la habitual - Almeric logró alcanzar al carruaje. Cosa extraña: no se trataba de la usual procesión de nobles y/o mercaderes, sino que solamente un carro, el que todos sabían pertenecía a Lord Mardvin, iba por el camino, rodeado de guardias a caballo. Aquello le pareció sumamente extraño al pelirrojo, quien, llevado por la curiosidad, se adelantó cuanto pudo para poder ver el interior de la carroza al pasar.
Alerc · M
Tuvo unos momentos para decidir si acudiría al llamado de la comitiva, o seguiría su camino al puerto, aún estando a tiempo para la entrega; el peso en su espalda le recomendaba seguir sin demora, pero sus recuerdos, los anhelos de su infancia, querían llevarlo a ver siquiera una última vez la caravana. Aún era un niño, después de todo. Decidido: ¡iría a verla!

Aceleró el paso, casi echando a correr para alcanzar al grupo. Como pudo, se abrió paso entre la gente que regateaba sus raciones cotidianas, se dedicaba al comercio, o simplemente tenía la misma curiosidad que él; apenas era de mañana y las calles ya mostraban actividad. vivas, bulliciosas. La suya era una ciudad en crecimiento: desde que Lord Mardvin había subido al poder, las cosas parecían pintar mejor, aunque los más necesitados seguían en el olvido. La actividad portuaria había comenzado a remontar. [...]
Alerc · M
La calle corría cuesta abajo, pues la población había sido construida sobre una pendiente, como estratos amurallados; en la cima se hallaban las casas de mayor exhuberancia, donde vivían los comerciantes, gobernantes y la corte de aquel lugar; y, a medida que los escalones bajaban, también lo hacían las clases sociales y sus riquezas, llegando a la zona de los artesanos y trabajadores manuales. El hogar de Almeric estaba aún más allá, apartado de todo. como si fuese una vergüenza para los ciudadanos; en cierta manera lo era, pues el hedor, la estrechez y el crimen se daban cita en aquel lugar de parias, donde nadie se adentraba si no tenía una muy buena - o una pésima - razón.

En cierta parte el camino se bifurcaba, pudiendo conducir al puerto (lugar donde se originaba la mayor parte de la economía) o a la muralla externa, punto de entrada para los peatones y vehículos. En ese entronque se encontraba Almeric cuando oyó el estrépito del carruaje. [...]
Alerc · M
A pesar de que se hallaba trabajando, aún no podía evitar desviar la mirada cada que escuchaba el traqueteo inconfundible de la carroza avanzando por la avenida principal de la ciudad. Después de todo, nunca había podido olvidar la sensación de envidia, ni dejar de querer ser él quien, por lo menos, guiara los caballos; porque sabía, para su desgracia, que jamás sería pasajero en uno, ni vestiría esas túnicas suntuosas, o probaría los deliciosos manjares de los que solo había escuchado hablar. Con la espalda cargada de víveres que debía transportar al muelle para ser embarcados, Almeric se desvió un momento para ver el espectáculo que conocía tan bien, pero que seguía removiendo emociones en su interior como la primera vez.
Alerc · M
Lo había logrado. Ahora era parte de las Casas Bajas, si bien un noble menor; con el paso de los años, había conseguido salir de los suburbios y hacerse con una posición que le aseguraba respeto, al menos entre los comunes; no importaba que los Altos lo consideraran un advenedizo, un intruso en una clase social que no le correspondía, si guardándose su orgullo ante ellos podía asegurarse que Arianna estuviera bien; más ahora que ella se encontraba postrada en el lecho, víctima de una fiebre interminable que había podido ser controlada, no mitigada, pues nadie sabía sus orígenes. Por eso había aceptado esa misión imposible, encarecidamente delegada en él por su mecenas, Mardvin: quien le había dado la oportunidad de abandonar la escasez y obtener un lugar en el mundo tras un inesperado acto heroico, producto más de la casualidad que de la valentía. O eso había querido creer él, aunque, ahora que pensaba de nuevo en ello...
Alerc · M
La Tía Marden, una matrona entrada en años, bonachona y cariñosa, era quien cuidaba de Arianna cuando Almeric se iba; una viuda que había encontrado consuelo en cuidar de los huérfanos de la ciudad, prodigándoles el amor que nunca pudo dar a los hijos que siempre deseó, pero el porvenir no quiso darle. Así, el chico no volvía hasta entrada la noche, agotado, pero resuelto a lograr que Arianna no sufriera más de lo absolutamente necesario.

Sentado en el alféizar, Almeric se abstrajo en sus recuerdos, su vista perdiéndose en el horizonte, donde el ocaso estaba próximo a llegar y los últimos minutos de claridad le permitían contemplar los techos de la ciudad. Una ciudad implacable, cruel, que había intentado devorarlo, a él y a sus sueños; pero su tenacidad logró prevalecer contra todo pronóstico, aunque con un poco de ayuda inesperada. El destino a veces perdona...
Alerc · M
Todo cuanto Almeric tenía de ellos eran los recuerdos de tiempos mejores, salpicados por la frugalidad y la humilde felicidad que solo los desposeídos pueden encontrar, y esa frase implacable que nunca pudo - ni quiso - borrarse de la mente: El destino perdona a veces, pero la sangre nunca; marcándolo con el estigma inevitable de su baja cuna y la injusticia de no haber nacido en el seno del poder, sino en la cuna de la pobreza. Podría haberse convertido en un delincuente más, un ladrón o asesino, un granuja de los que llenaban a rebosar los arrabales: pero no estaba solo, tenía bajo su cuidado a Arianna, tres años menor que él: la única familia que tenía en el mundo. Por ella intentó hacer algo más que hundirse en los bajos fondos, trabajando desde temprana edad para que ella, al menos, pudiera vivir parte de su infancia en tranquilidad. [...]
Alerc · M
¿Cuántas veces no había visto los contrastes entre el pobre distrito donde él vivía - inundado por el miasma de la miseria, donde la esperanza de vida era corta y las raciones magras, cuando las había - y la vida que podía adivinarse detrás de las murallas? Bastaba con ver el desfile de la guardia custodiando los faetones cuando los emisarios de las Casas Bajas salían a visitar el Palacio Real, para darse cuenta de que ellos no sabían nada de hambre, penurias o tristezas; claro, tampoco sabían de los que vivían bajo su sombra, hacinados en las casuchas de las afueras, pugnando por sobrevivir un día más. No, ellos tenían que dirigir la comarca, ocuparse de asuntos importantes. Primera lección: si no tienes, no vales.

Almeric se juró a sí mismo que alguna vez tendría. Su madre había muerto al dar a luz a su hermana; su padre, un hombre que él recordaba como amable y culto, se fue un día para no volver jamás. Nunca volvió a saber de él. [...]
Alerc · M
El destino a veces perdona, pero la sangre nunca.


Esas palabras habían quedado grabadas a fuego en la memoria de Almeric desde tierna edad. Como un mantra, solía repetírselas a sí mismo cada que veía la opulencia en que vivían los nobles del reino, pavoneándose por las calles de la ciudad con sus majestuosos carruajes, sus purasangre - tan hermosos y bien alimentados, incluso mejor de lo que el aspecto deslucido y precario del mismo Almeric sugería - tirando de ellos, sus ricas vestimentas, sus joyas y adornos; pues, cuando tuvo la edad suficiente para ello, las viejas leyendas le fueron relatadas, aprendiendo así que ellos tenían el derecho a la abundancia por razones divinas, pues su sangre provenía de las estrellas. [...]

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