No se detuvo, pero si aligeró el ritmo para disfrutar la experiencia de entrar en ella, de ser recibido por el familiar entorno que le exprimía una vez dentro y le arrancaba un ronco jadeo con ello. Usó la cadera todo lo que pudo para arrinconarse en lo más profundo, y ahí descendió el torso lo suficiente para recostarse sobre ella, aunque usó los antebrazos para medir su peso.
Juntos por completo, sin espacio permitido que los separase. Ahí buscó sus labios, esperando pausar el acto durante un largo beso para recargar energías. Así era como podía brindarle más tiempo, pues su prioridad siempre ha sido que ella quede satisfecha antes.
Tumbada en esa posición, la imagen de Aemond sobre ella se desvestía de fantasía. Realmente estaba ahí dándolo, y dándole, con todo a la hazaña.
Formaba parte de él al enfundar su carne hasta el fondo, y no le bastaba con sentirse así sólo una vez. Lo encerraba con sus piernas alrededor de su cadera para alentar una y otra vez ese descubrimiento.
Sonrió, después siguió la vista ajena para enfocarse en la misma visión: ahí estaba él, a medio camino para desaparecer dentro de ella, y deseando no ver ni un centímetro de él empujó con esmero para hundirse en ella.
Su acto se tradujo en el más dulce placer, estrecho, empapado y ardiente. Gimió de forma ahogada... Y se empeñó en repetirlo para conseguir más.
El aroma de su piel, el sabor de sus labios, todo parecía intensificarse en ese instante. Jana estaba hecha un trance, vibró como la marmita en las mañanas.
–Maldito y sensual, Aemond... –le pasó la mano por la mejilla en un flojo intento por alejarlo. Miró la unión de sus cuerpos, se ruborizó. –Te aprovechas por ser tan.. aah.. ¡carajo!
