— Lo sé. —fue lo que respondió en palabras escuetas, con aquélla ventisca de susurrantes pétalos que caían y se mecían sobre la brillante y pulida armadura, cuyos cálidos dedos ajenos habíanle palpado. Poco a poco se fue disipando como si de hojas otoñales se tratase. Sus brazales, su peto y sus guardabrazos platinados se veían irradiados por la luz azul de la luna que les centellaba; al igual que sus cabellos bañados en oro pálido.— Sabía que en algún lugar bajo el cielo, nos reuniríamos una vez más. —díjole, y el gesto de su mirada se tornó dócil y armonioso, mientras el lienzo azul de su manto, se turbaba suavemente ante la brisa.— Por eso... —enmudeció por un instante, cuando su sonrisa se arqueó con mayor carisma hasta versele más cálida y entrañable.— No tengo la necesidad de preguntarlo. Sé que eres mi Master, Sayō Ayaka. —tal y como lo hizo cuando aquélla era tan solo una pequeña y rapaz..