Su nombre era Cloto. La menor. Vivía con sus hermanas en lo alto de una pequeña montaña de terreno muerto, grisáceo e infértil. Allí había un improvisado castillo de roca negra de apariencia austera donde las tres hermanas cumplían con su labor: Tejer el destino. Eran ciegas, pero podían ver. Veían con el sonido y con el tacto, también con la habilidad que venía de la mano con su propósito existencial: podían percibir el pasado, presente y el futuro. También al trabajar sus manos veían con la pericia y la experiencia en su labor, por lo que el único ojo entre las tres bien podría ser
Cloto luchaba diariamente por él a pesar de eso. En esas ocasiones que vencía, el ojo entraba en una de sus cuencas vacías y dejaba de ser ese globo ocular estático. En ella adquiría calidez, renacía después del parpadeo y se volvía dulce con sus gestos. Con las cejas elevadas en alegría por su victoria y sus pómulos levantados por la amplitud de su sonrisa, él vivía.
Y ella también. Cuando carecía de la vista su mente era una masa de oscuridad en la que se perdía. Algo la llamaba, un propósito que desconocía, la consumía en la monotonía. Hilaba de forma automática la lana, la seda o el oro. Siempre más el primero que los otros dos. Lana para marcar la pobreza de un recién nacido, seda y oro para los favorecidos. Odiaba la lana.
Pero ese día tenía el ojo, y la sonrisa estalló en su rostro. Ahora podía correr a la orilla de la montaña y detenerse en ella para mirar más allá, hacia el pueblo cercano, algo que hacía siempre. Cloto estaba esperando,
